Aprender a afrontar estas situaciones nos ayudará a rebajar considerablemente la tensión en nuestra vida personal y profesional
Nos guste o no, somos seres negociadores. Diariamente nos encontramos con opiniones y deseos diferentes a los nuestros, lo que nos obliga a buscar un punto de encuentro. En casa, con nuestros amigos o con nuestros jefes: qué programa vamos a ver; dónde vamos a pasar las vacaciones; en nuestro trabajo, con la interpretación de un proyecto o con respecto a la subida del sueldo.
Gran parte de los conflictos o discusiones que tenemos se deben a las dificultades que se presentan durante la negociación. Aprender a afrontar estas situaciones nos ayudará a rebajar considerablemente la tensión en nuestra vida personal y profesional.
La mayor parte de las personas se enfrentan a los problemas de dos maneras diferentes. Una de ellas es desde la posición blanda, la que consiste en ceder a la mínima de cambio a pesar de los propios intereses. Consiste en decir sí a todo para evitar el conflicto (“sí, cariño, hacemos lo que tú quieras”). Esta no es una posición sostenible en el tiempo, ya que, a la larga, acaba generando un mar de fondo de incomodidad con uno mismo.
Por eso, no es de extrañar que una persona que suele tomar esta posición llegue a poner límites en algún momento. Esto es: que se enfade e, incluso, se vuelva intransigente. Algo que, por cierto, ocurre muchas veces en el mundo de la pareja.
En el otro extremo está la posición dura, aquella que vive la diferencia de intereses como una lucha en la que no se cede ni un ápice en nada (“aquí se hace lo que yo digo porque sí”). Como es de imaginar, tampoco es una situación sostenible a largo plazo, porque daña las relaciones de los participantes.
Además, suele poner a los otros en una actitud defensiva. Si solo buscamos imponer nuestra voluntad, los demás, si pueden, colocarán un muro en medio de la conversación. Esta actitud ha caracterizado a muchos jefes déspotas, que solo consiguen que sus colaboradores se quemen, se desmotiven y critiquen cualquier cosa de la empresa.
Entre ambas posiciones existe una tercera manera de negociar: la negociación de principios, también conocida por el Método Harvard de Negociación. Esta fórmula fue propuesta por los autores William Ury, Roger Fisher y Bruce Patton en los años setenta. El método se asemeja a la posición blanda en las relaciones y, a la dura, en los méritos que busca. La técnica ha sido ampliamente divulgada.
En sus principios se han formado miles de personas de todo el mundo, desde diplomáticos y directivos a comerciales o gente que simplemente quería mejorar en algo tan esencial. Veamos algunas de sus claves para poder aplicarlo en nuestro día a día.
Lo primero, cuando te enfrentes a un conflicto, tienes que separar los problemas de las personas. Eso significa que una buena negociación es aquella que sabe cuidar la relación con el otro (posición blanda) al tiempo que busca un buen acuerdo común. No es lo mismo decir “no estoy de acuerdo contigo” que responder “no estoy de acuerdo con lo que dices”.
La primera respuesta es una crítica a la persona mientras que la segunda es al problema. Por tanto, en tu discusión has de cuidar la gestión de tus emociones y centrarte solo en el problema.
Segundo: se ha de negociar sobre los intereses, que no sobre la posición que adoptamos. Lógicamente eso nos obliga a tener muy claro cuáles son los objetivos. Si nos quedamos en las posiciones o actitudes del otro, podremos caer en discusiones para ver quién tiene el ego más grande. Algo estéril.
Los autores antes citados ponen un clásico ejemplo. Dos personas quieren una naranja y no alcanzan un acuerdo, cuando en el fondo uno quiere la cáscara y el otro, la pulpa. Por tanto, ante un problema, se debe indagar en qué busca el otro, más allá de la actitud que está tomando. Ten presente lo tuyo. Esto te dará pistas.
En tercer lugar, hay que buscar las opciones de mutuo beneficio, para que las dos partes salgan ganando. A veces no se puede tomar una actitud salomónica, ni quizá sea recomendable. Tampoco se puede compensar al otro en sus exigencias (no quiero ir a la playa a veranear o no puedo subir más el salario o la paga). Pero aquí es donde entra en juego la creatividad.
Quizá no se pueda ceder en una exigencia concreta, pero puedo plantear una salida. “No me apetece ir a la playa, pero si quieres vamos a la montaña e invitamos a tus amigos”, por ejemplo. O “no puedo subirte el sueldo, pero sí conseguir que tengas esta formación en la empresa”.
Cuarto: tenemos que buscar estándares objetivos. ¿Cómo sabremos que hemos conseguido un buen trato? ¿Cómo podríamos medirlo? Para evitar emociones que introducen mucho ruido, se ha de cuantificar lo máximo posible nuestros objetivos. ¿Cuántos días de vacaciones estoy dispuesto a ceder? ¿Cuánto he conseguido de porcentaje de subida salarial?, por ejemplo.
Y por último, definamos un MAPAN (Mejor Alternativa Posible a un Acuerdo No negociado). No siempre podemos alcanzar negociaciones exitosas, así que necesitamos tener definidas las alternativas o salidas posibles. Por ejemplo: si no nos ponemos de acuerdo con las vacaciones, ¿qué vamos a hacer? Si no estamos de acuerdo con la subida de sueldo o la formación, ¿qué vamos a hacer?