No se requería ser un gran analista en esos tiempos. Parecían de naturaleza tan diferente, que resultaba complicado pensar en un buen matrimonio; y si se daba esta relación, se percibía como de conveniencia, en contra de la voluntad de una de las partes, como aquellas relaciones donde ya le tenían marido a la mujer desde su pubertad. Él provenía de una familia llamada “actividad económica” y ella de un “hecho social”. Cuando surgió aquel vínculo –tan desigual y combinado, como dirían los clásicos-, se percibía un inminente divorcio técnico y dinámico.
Así se pensaba de la asociación turismo y cultura, allá en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Sin embargo, con mucho diálogo, cooperación y planeación, la relación ha comenzado a ser complementaria. Se pasó del blanco y el negro a una gama de grises. Actualmente, algo está cambiando. Existen propuestas novedosas, una incipiente colaboración entre asesores culturales y empresarios donde se habla de una mejor interacción en el espacio del llamado turismo cultural.
Y es que, paradójicamente, todo comenzó por el desplazamiento que generaba la curiosidad sobre otras culturas: el turismo, entre otros antecedentes, inició queriendo conocer al otro. Imagino a aquellos precursores como exploradores, de élite, excéntricos, inusuales. Así se hizo el “turista”, el “anfitrión” y el “huésped” del siglo XIX; no era el ocio el objetivo, era la curiosidad por la cultura o la motivación científica.
En ese siglo, en Europa, se fueron creando las condiciones de lo que sería el llamado turismo: la mujer inició fuertemente la carrera contra el analfabetismo, se volvió una asidua lectora y su curiosidad por conocer otros lugares creció. La alimentación y la salud de la población mejoró gracias a las vacunas y atrás quedaron las epidemias; la población dejaba ese temor y podía viajar.
Militarmente, la conquista de Egipto por Napoleón Bonaparte había despertado el interés de egiptólogos y de la comunidad por la antigüedad faraónica: otra cultura motivaba su curiosidad. Científicamente, el positivismo de Augusto Comte había sistematizado las fases históricas de la humanidad en teológica, filosófica y científica. Está última se basaba en la búsqueda de leyes a través de la observación y la experimentación y, como se trataba de leyes universales, había que explorar: Humboldt y Darwin son los ejemplos.
Tecnológicamente, el ferrocarril y el barco de vapor sustituyeron el transporte tirado por caballos y la velocidad del viento en los clippers: los tiempos se acortaron en las mismas distancias. La fotografía se divulga mundialmente con el procedimiento del daguerrotipo y el asombro de paisajes o de culturas exóticas motiva el deseo por desplazarse. Las exposiciones internacionales, tecnológicas y comerciales, de Londres y París también contribuyeron a conocer otros países.
Atrevidamente, la literatura nos hace suponer que también contribuyó a despertar imaginaciones: Julio Verne y La vuelta al mundo en 80 días, pudo ser una buena propaganda para viajar.
Es claro que estos acontecimientos precursores no se apegaban a la primera definición de turismo de 1937, ni a la de la Organización Mundial del Turismo de 1950: aquélla que lo establece como una estancia temporal por más de veinticuatro horas en un lugar o país ajeno y que está enmarcado por el ocio o los negocios.
La relación inicial entre la industria del turismo y la cultura fue producto de las necesidades de la primera, pero siempre bajo cierto reclamo desde el lado de la cultura que consideraba que era tomada en cuenta como un componente banal y rentable, nada más. Esta situación queda claramente expuesta a partir de los años cincuenta del siglo pasado, cuando el viajar se transformó en una fiebre, en un asunto de masas.
La planeación turística hoy en día debe contemplar el componente cultural; ya no puede dejarse esa relación a la improvisación o simplemente envolver la cultura en un llamativo papel celofán; hacerlo así pone en riesgo el patrimonio cultural, específicamente el inmaterial, la cultura viva. Calcular los impactos cualitativos, considerando la categoría social y cultural, permitirían conocer los cambios en la estructura colectiva y en la forma de vida de los residentes en los lugares de destino.
El patrimonio cultural material es el que, aparentemente, presenta menos riesgo de impacto negativo en su relación con el turismo, aunque habría que revisar casos como el de Venecia donde la ciudad esta despoblándose para quedar como un escenario para el visitante.
La planeación y el ordenamiento de entrada de los visitantes, tal y como sucede en Francia con sus decenas de millones de turistas que visitan sus museos y la protección de sus 44,236 edificios históricos son un buen ejemplo que contrasta, como explica Elizabeth Becker en su libro Exceso de reservas: el fulgurante negocio de los viajes y el turismo, con efectos negativos en la arquitectura y el urbanismo en el litoral mediterráneo de España, Francia e Italia, o la destrucción de lugares históricos de Pekín, o la degradación de La Meca con sus grandes centros comerciales, o la desecación de mantos acuíferos en Angkor, Camboya, para alimentar del líquido a los hoteles, etc.
La cultura no puede medir sus beneficios cuantitativamente como lo puede hacer la industria turística, sus cuentas son cualitativas. La cultura, específicamente la inmaterial, es un compendio de significados transmitidos históricamente, que está representada en formas simbólicas por medio de las cuales el Hombre se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento de la vida y sus actitudes con respecto a ésta. Esta cultura y su patrimonio material pueden convivir mejor con esos cientos de millones de personas que tienen la condición de turistas que transitan por el mundo.
México y Quintana Roo tienen ese reto. Con sus 29 millones y sus 17 millones de visitantes anuales, respectivamente, pueden integrar de manera planeada a esos elementos, rasgos y complejos del patrimonio tangible e intangible, y con ello erradicar aquellas predicciones elaboradas por Mathieson (Tourism: Economic, physical and social impacts) y Murphy (Tourism: a community aproach), de una futura interrelación social negativa cuando se analizaba la capacidad de carga turística en ciertos destinos.