Me pasaba 5 horas al día obsesionada con Instagram y eso me arruinó la vida

Hace dos años, dejé mi trabajo en el sector inmobiliario, vendí mi casa y me deshice del 90% de mis pertenencias para viajar por el mundo a tiempo completo

Decidí sacrificar mi comodidad y lo que me era familiar para convertirme en escritora de viajes y vivir lo que imaginaba que sería una vida de aventuras y exploraciones. Desde entonces, mi marido y yo hemos visitado Europa, Sudamérica, Asia y Oriente Medio y hemos documentado cada paso de nuestro viaje.
Pero me obsesioné con Instagram y eso me arruinó la vida.
Mi obsesión con esta plataforma de publicación de fotografías cambió mi forma de ver el mundo, y no para mejor. Cambió la forma en que viajaba y empezó a cambiar mi vida de modos que no quería.
Empecé publicando mis viajes en Instagram como una forma de documentar mi viaje. Era mejor que un diario porque era visual y me permitía relacionarme con otras personas. Hacía que mis aventuras fueran más interactivas y recibía información y consejos sobre los lugares que visitaba. Además, era un modo estupendo de mantenerme en contacto con los amigos y familiares que estaban en casa. Fueron casi todo risas y juegos el primer año, pero poco a poco esta plataforma se fue transformando en una forma de criticarme y juzgarme a mí misma.

El problema empezó cuando me di cuenta de la cantidad de viajeros influencers que había y las fotos increíbles que subían constantemente y que recibían miles de “me gusta”. Cuando comparaba sus publicaciones (y las reacciones que recibían) con las mías, mi autoestima se desplomaba. ¿Por qué mis fotos no eran tan increíbles como las suyas? Me preocupé.

Decidida a mejorar mi Instagram, reorganicé todo: mis planes de viaje, mis rutinas diarias y mis técnicas para hacerme fotos con la esperanza de conseguir más “me gusta” y seguidores. Empecé a pensar en mis destinos de viaje en función de cómo quedarían en Instagram y no según el interés que tuviera yo en visitarlos. Cuando exploraba un nuevo sitio, me pasaba más tiempo grabando historias y haciendo fotos que disfrutando de la ciudad o del momento.
Entre planificar la siguiente foto, escoger el atuendo que llevaría, prepararme, maquillarme, la puesta en escena, hacer y editar decenas y decenas de fotos, escribir el pie de foto perfecto, investigar los mejores hashtags, pensar en la mejor hora para publicar y luego responder a los comentarios que recibía, tardaba horas, literalmente, en crear una sola publicación de Instagram.
Me di cuenta de que mi obsesión por Instagram había alcanzado cotas peligrosas cuando empecé a preparar la presentación de un desayuno en la cama de un hotel de Bali (Indonesia). La mayoría de la gente se despierta y pide el desayuno al servicio de habitaciones aún con los ojos somnolientos, con el pelo alborotado de la cama y sin maquillar. Ese es el objetivo (y el lujo) de tomar el desayuno en la cama: no es necesario levantarte ni estar presentable para el resto del mundo.
No era mi caso. Yo tenía que ducharme, maquillarme entera, peinarme, despeinarme después un poco para parecer más “natural”, ahuecar los cojines y montar el tripié. Después de pedir mucha más comida de la que podía ingerir, posaba dolorosamente de cientos de modos poco improvisados para conseguir la foto de desayuno perfecta. Una hora y 400 fotos después, la comida estaba rancia, el café se había enfriado yo me sentía de cualquier forma salvo relajada.
Entre planificar fotos y leer los comentarios sin un objetivo definido, me pasaba cinco horas al día aproximadamente en Instagram. Eso son 35 horas a la semana, 150 horas al mes y 1825 horas al año. Instagram se convirtió pronto en mi mayor objetivo, pese a que era el menos gratificante de todos. Mi cuenta apenas crecía, pese a que invertía el mismo esfuerzo que en un trabajo a tiempo completo.

Después de pedir mucha más comida de la que podía ingerir, posaba dolorosamente de cientos de modos poco naturales para conseguir la foto de desayuno perfecta

Hacer fotos cool dejó de ser una afición y algo que disfrutara de verdad y se convirtió en una tarea extenuante y obsesiva.
Sacrificaba mis propios recuerdos para crear contenido para una plataforma y muchos seguidores a los que yo no les importaba. Sin embargo, me preocupaba que si no seguía en el juego de Instagram y si no aumentaba el nivel de mi contenido visual, me abandonarían y sería una donnadie.
Lo que es aún peor: cuanto más estudiaba lo que hacían los demás influencers, más aniquilaba mi creatividad. Empecé a sentir envidia y a deprimirme al comparar mi contenido con el de los demás. Era consciente de ello, pero no podía evitar ser tragada por la espiral de las comparaciones. ¿Cómo han conseguido sacar esa foto ideal sin gente de fondo? Me preguntaba. ¿Cómo hace para tener un aspecto perfecto mientras viaja? ¿Por qué yo no tengo tantos seguidores ni tantos “me gusta” ni tantas marcas que quieran colaborar conmigo?
Me convencí a mí misma de que solo necesitaba unos pocos “me gusta”, seguidores y comentarios más para llegar a tener el éxito de los influencers que me inspiraban. Así pues, en vez de apartarme de Instagram, le dediqué aún más esfuerzo.
Me arreglé el pelo y me compré un traje de baño nuevo. Cargando con lo mínimo posible, volví a Bali para alojarme en un famoso hotel de los que hay que visitar al menos una vez en la vida y traté de conseguir la foto perfecta junto a una cascada tropical. En vez de disfrutar de los lujos del hotel con su surrealista piscina infinita y un spa de clase mundial, dediqué el día entero a conseguir la foto que levantaría la admiración en Instagram.
Tras revisar las fotos y los videos que hice a lo largo de seis horas, me quedé destrozada. Ninguna foto era tan buena como las de las otras mujeres que veía en Instagram. Me sentía demasiado gorda, imperfecta y simple. Mandé al traste el proyecto y me sumí en un pozo de oscuridad.
En poco tiempo, no solo empecé a publicar menos, sino que también me sentí paralizada por mi ansiedad provocada por Instagram. En vez de salir a explorar las ciudades que visitaba, me encerraba en el hotel y no hacía nada. Me quedaba horas sentada en la cama, convencida de que mis fotos no eran (y jamás serían) suficientemente buenas, de modo que ¿para qué molestarme? Incluso cancelé planes porque no me sentía suficientemente guapa, porque pensaba que no tenía la ropa adecuada o porque creía que no podría conseguir ninguna publicación de Instagram válida.
Luchaba constantemente contra mí misma y mi obsesión por los “me gusta” (y la validación que representaba por parte de mis seguidores) me estaba enfermando.

Cortesía de Kashlee Kucheran
Kashlee y su marido, Trevor, pedaleando en Malang (Indonesia), en noviembre.
Me di cuenta de que había olvidado el motivo por el que estaba haciendo esto. Vendí mi casa y mis cosas para viajar. Punto. No lo hice para llamar la atención ni para alcanzar la fama ni mucho menos para matarme a mí misma tratando de dominar o superar los algoritmos de una red social.
Había invertido muchísimo tiempo y esfuerzo en Instagram y a cambio me estaba arrebatando más tiempo, mi confianza y mi felicidad.

Si Instagram de repente desapareciera y yo no estuviera tan enganchada a buscar la foto, los ángulos y los vídeos perfectos, podría vivir el presente.

Era una adicta a Instagram y sentía un subidón de dopamina cada vez que recibía una nueva notificación. Tras muchos meses echados a perder, por fin me di cuenta de que tenía que hacer algo. Ya estaba bien de invertir mi tiempo y mi energía (y arriesgando mi salud mental) por algo tan trivial como una cuenta repleta de fotos.
De modo que me pregunté: “¿Cómo viajarías si Instagram no existiera?”. Aprendería, vería y haría mucho más.
Si Instagram de repente desapareciera y yo no estuviera tan enganchada en buscar la foto, los ángulos y los vídeos perfectos, podría vivir el presente. Para ser sincera, llevo muchísimo tiempo sin conocer esa sensación. Incluso cuando pienso que estoy viviendo el presente, me descubro a mí misma calculando cuánto tiempo tengo para usar el celular antes de que termine la maravillosa experiencia que esté viviendo en ese momento.
Es más, he llegado a un punto en el que me da asco lo falso que es todo lo que veo en las redes sociales. Quienes afirman ser los más auténticos son los mismos que publican fotos (supuestamente) naturales que, en realidad, son fotos que han sido minuciosamente planificadas y preparadas durante horas, si no días, para ser perfectas. Algunos influencers han llegado al punto de reservar apartamentos diseñados específicamente para servir de telón de fondo para sus (nada) improvisadas y despreocupadas fotografías. Nada de eso es real.
Las mujeres que sonríen ante bandejas de desayuno sin empezar no están disfrutando del desayuno. Debería saberlo. Yo fui una de ellas.
Las parejas que posan durante horas en sitios turísticos abarrotados de gente para conseguir la foto de Instagram perfecta no están pasándola bien. Están sudorosos, estresados, cansados y completamente ciegos ante lo que intentan fotografiar. Debería saberlo. He estado en esa situación.
Esas fotos nos hacen desear una vida que no existe. Entonces, cuando no la conseguimos, nos sentimos mal con nosotros mismos. Es enfermizo y ya ha llegado demasiado lejos.
Así pues, de ahora en adelante, voy a hacer un pacto conmigo en lo que a Instagram respecta.
Si puedo hacer una foto estupenda durante una actividad que ya estoy haciendo, con un atuendo que ya estoy llevando y en un lugar al que ya tengo pensado ir, perfecto. Haré unas cuantas fotos y una publicación. Si la foto no sale bien, al menos tengo un recuerdo y una foto borrosa con la que documentarlo. Cuando echo la vista atrás y miro mis aventuras pasadas, son las fotos reales sin preparar y los selfies sin sentidolos que hacen que mi corazón se emocione, no las fotos preparadas, sobreeditadas y nada auténticas.
Llevo más de un mes sin subir nada a Instagram, pero creo que estoy preparada para darle otra oportunidad mientras continúo con mi plan actual. Me da igual ya si mi minucioso plan para publicar me consigue menos “me gusta” y no les puedo seguir el paso a los otros instagrammers. Ya me he dado cuenta de que lo que importa es dónde estoy, con quién y qué podemos ver y aprender allí juntos. No sé qué me depara el futuro, dónde estaré dentro de seis semanas o seis meses, pero estoy segura de que mi alma estará más feliz viajando que pasando el tiempo en Instagram.
Kashlee Kucheran vendió su casa y el 90% de sus posesiones para vivir con lo que llevaba en la maleta y viajar por el mundo. Es la cofundadora del famoso blog de viajes TravelOffPath.com y la autora de The High Maintenance Minimalist.
Con información deHuffpost