Ahora hay aproximadamente 56,5 millones de latinos en los Estados Unidos, el 18 por ciento de la población estadounidense, casi una de cada cinco personas en el país.
EL PASO — Luego de que veintidós personas fueron asesinadas a tiros en un Walmart de El Paso durante el fin de semana, un jubilado de Florida comenzó a imaginarse cómo podrían matar a sus nietos. Una hija de inmigrantes ecuatorianos lloró sola en su automóvil. Un abogado de Texas compró un arma para defender a su familia.
Para muchos latinos en Estados Unidos, el atentado en El Paso ha sido un punto de inflexión que los ha hecho cuestionarse todo lo que creían saber sobre su lugar en la sociedad estadounidense. Ya sean liberales o conservadores, hablantes de inglés o español, nuevos inmigrantes o descendientes de los pioneros que hace cuatrocientos años apostaron por el suroeste, esta semana muchos latinos dijeron en diversas entrevistas que se sintieron profundamente conmocionados ante la idea de que el nacionalismo blanco radical parecía haberlos convertido, al menos durante el sangriento fin de semana, en un objetivo de ataque.
“Al menos para los latinos, de algún modo es la muerte del sueño americano”, dijo Darío Aguirre, un abogado republicano de origen mexicoestadounidense que vive en Denver, sobre el impacto que los asesinatos han tenido en él y quienes lo rodean.
Aguirre se mudó a San Diego desde Tijuana cuando tenía 5 años y fue criado por su abuela en barrios populares llenos de mexicanos. Se alistó en la Fuerza Aérea y más tarde se convirtió en abogado de inmigración, una clásica historia de éxito estadounidense. “Muchos clientes me dicen: ‘Somos los nuevos judíos, somos tal como los judíos’”, dijo Aguirre. “Es algo nuevo para mi comunidad. Estamos habituados a la oscuridad básica del racismo, no a esto”.
Ahora hay aproximadamente 56,5 millones de latinos en los Estados Unidos, el 18 por ciento de la población estadounidense, casi una de cada cinco personas en el país. Eso es mucho más que los 14,8 millones registrados en 1980, que equivalían a un 6,5 por ciento de la población, según el Centro de Investigación Pew. Casi dos tercios de los latinos nacieron en los Estados Unidos.
Desde Miami hasta Los Ángeles, muchas personas dijeron en entrevistas que las acciones racistas se habían vuelto mucho más frecuentes desde que el presidente Donald Trump fue elegido con la promesa de acabar con lo que calificó como “una invasión” en la frontera sur de personas que a menudo caracteriza como delincuentes violentos. Pero las semillas del sentimiento antihispánico han sido evidentes en el país durante años, dijeron.
Daniel Álvarez, de 66 años, nació en Cuba pero ha vivido en los Estados Unidos desde que tenía 13 años. Álvarez dijo que hablar sobre el tiroteo le recordó cuando estaba en la escuela secundaria y tocó a una joven, otra estudiante, en el hombro. Todavía no había aprendido que algunas personas en los Estados Unidos pueden sentirse incómodas al ser tocadas inesperadamente.
“La mujer se volteó y me dijo: ‘Quítame tu mano sucia, maldito spic‘”, recordó Álvarez, quien ahora enseña estudios religiosos en la Universidad Internacional de Florida.
Se le quebró la voz al hablar, mientras contenía las lágrimas. “Estaba totalmente paralizado porque no podía entender lo que acababa de pasar”, dijo. “No podía entender por qué alguien se refería a mí con un lenguaje tan feo. Tengo 66 años y aunque eso sucedió hace mucho tiempo, todavía me afecta”.
En El Paso, una ciudad fronteriza de aproximadamente 680.000 habitantes, con una población hispana que alcanza el 80 por ciento, la masacre se ha sentido como un hecho excepcionalmente personal. Chris Grant, de 50 años, fue testigo del atentado y fue herido por el atacante. Le dijo a El Paso Times que había visto cómo el hombre permitió que compradores blancos y afroestadounidenses salieran de Walmart, pero le disparaba a los latinos. En una publicación en línea, el tirador de El Paso se quejó de la “invasión hispana de Texas”.
Ahora los residentes hablan de cómo se sienten en peligro al salir a comer o al cine. Las tiendas de armas en la ciudad están llenas de clientes, muchos de ellos latinos.
“Básicamente, se debe al instinto de no querer ser una víctima”, dijo Zachary Zuñiga, de 32 años, un abogado en El Paso que se inscribió en un curso de tiro y planea comprar su primera arma.
“Quiero poder proteger a mi familia si personas como estas van a venir aquí pensando que pueden disparar en lugares a los que van mi familia y amigos”, dijo Zuñiga, quien creció en una casa donde sus padres nunca tuvieron armas.
G. Cristina Mora, socióloga de la Universidad de California, Berkeley, que se especializa en inmigración y política racial, dijo que el atentado probablemente haya generado una profunda sensación de inquietud entre los hispanoamericanos, sin importar cuánto tiempo hayan vivido en el país.
“Esto tiene un impacto más allá de la primera generación, la generación de inmigrantes”, dijo Mora. “Reverbera. No tienes que ser quien cruzó la frontera. Solo no tienes que ser anglo”.
Suzanna Bobadilla, de 28 años, se enteró del tiroteo mientras estaba de vacaciones en Connecticut con unos amigos de la universidad. Trató de no leer sobre el episodio en detalle durante los primeros días porque era demasiado devastador, pero no pudo evitar la noticia cuando apareció en sus cuentas de redes sociales.
El padre de Bobadilla llegó a los Estados Unidos desde México como estudiante de posgrado en la década de 1980 y se casó con su madre estadounidense, una mujer blanca. Como la hostilidad hacia los latinos se ha vuelto más común en los últimos años, dice que pasa mucho tiempo evitando las noticias para cuidar su propia salud mental.
Ella lee o escucha las declaraciones del presidente, pero evita verlo en la televisión porque le parece molesto e incluso aterrador ver a una multitud de personas coreándolo cuando habla de los migrantes.
“Soy una niña de los años noventa y me enseñaron que si compartimos y nos unimos y colaboramos, tendremos una sociedad armoniosa”, dijo Bobadilla, quien ha trabajado para Google en San Francisco desde que se graduó de la Universidad de Harvard.
Pero admite que, últimamente, mantener esa actitud se ha convertido en “un trabajo realmente duro y agotador”.
En Los Ángeles, Kenia Peralta, de 18 años, estuvo pegada a Twitter y a los medios para leer sobre el tiroteo. Ese suceso ha hecho que se cuestione su identidad como estadounidense.
“Si esto es lo que se supone que es Estados Unidos, solo blancos, entonces supongo que no soy estadounidense”, dijo Peralta, hija de padres inmigrantes de El Salvador. Ella y su hermano de 15 años viven con sus padres en un apartamento de una habitación cerca del centro de Los Ángeles.
“Siempre me verán primero como hispana, sin importar si nací aquí”, dijo Peralta, quien se inscribirá en la Universidad de California, Irvine, este otoño.
Bertha Rodríguez, una jubilada de 73 años que nació en Cuba y creció en el Medio Oeste estadounidense y en México, donde su padre trabajaba como jinete, dijo que le resulta difícil poder hablar sobre el tiroteo sin llorar.
“Vivo aterrorizada por mis nietos”, dijo Rodríguez, quien ahora vive con su madre en Century Village, una gran comunidad de jubilados en Pembroke Pines, Florida. Dijo que dos de sus nietos estaban en un Walmart en Luisiana cuando sucedió la masacre de El Paso. “Este no es el Estados Unidos donde crecí”, dijo.
En Connecticut, Karla Cornejo Villavicencio, de 30 años, dijo que se sintió físicamente enferma cuando supo que el tirador en El Paso parecía haberles apuntado a los latinos. Cornejo Villavicencio y sus padres llegaron a los Estados Unidos desde Ecuador sin documentos cuando ella tenía 5 años. Ella está temporalmente protegida de la deportación por el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) y está terminando un doctorado en Yale sobre Estudios Americanos. Aunque está solicitando una tarjeta verde a través de su cónyuge, sus padres aún no tienen documentos para estar en el país.
Cornejo Villavicencio había salido a cenar con su pareja cuando escuchó las noticias sobre el ataque en El Paso. Lloró brevemente en el auto, pero luego dejó de hacerlo. El llanto se considera un signo de debilidad en su familia y cuando era niña la regañaban por hacerlo.
Para ella, el tiroteo fue la culminación de una vida de miedo. Antes, su mayor temor solía ser la deportación de sus padres. Pero ahora también existe la posibilidad de que puedan ser víctimas de un atentado terrorista.
“Ahora es realmente difícil vivir como inmigrante y no sentirse enfermo y agotado”, dijo. “Se siente como ser cazado”.
Por Simon romero, Caitlin Dicherson, Miriam Jordan
y Patricia Mazzei con información de The New York Times en Español