El antiguo trabajador del Gobierno de EE UU, refugiado en Rusia tras filtrar hace siete años documentos secretos, cuenta que ha perdido el control de su vida y quiere asilarse en Alemania
Se oyen pasos por el pasillo del hotel. ¿Es él? ¿Llega antes de tiempo? No, solo es la camarera de piso, que quiere arreglar la habitación precisamente ahora. Colgamos en la puerta el cartel de “no molestar”. Estamos en Moscú. Falta poco para las tres de la tarde de un domingo. Hemos reservado una habitación en el tercer piso del lujoso hotel Metropol, donde nos hemos citado con Edward Snowden, exespía estadounidense sin pasaporte exiliado en Rusia, pero, sobre todo, el autor de una de las mayores filtraciones de secretos de Estado de la historia desde que en 2013 hizo público el programa de vigilancia masiva a escala mundial por parte de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacionalestadounidense (NSA, por sus siglas en inglés).
Concertamos la cita con el subdirector de una agencia literaria, al que tuvimos que mandar el número de habitación a través de la aplicación de mensajería encriptada Signal. El motivo de nuestro encuentro es la autobiografía de Snowden Vigilancia permanente, que saldrá a la venta el 17 de septiembre. En ella, el estadounidense de 36 años describe cómo se convirtió en quien es. Hace años era un patriota loco por los ordenadores que, tras los atentados del 11 de septiembre, se enroló en los servicios secretos lleno de entusiasmo e ideas de venganza. En los años que siguieron participó de manera decisiva en la digitalización del trabajo de la CIA y la NSA. Y con el tiempo empezó a albergar cada vez más dudas de que el programa de espionaje universal estuviese al servicio del bien.
Son las 15.20 y seguimos esperando. El contacto de la agencia literaria nos tranquiliza; “Ed” no tardará en llegar. Al cabo de unos minutos, alguien llama al timbre. El hombre que está en la puerta es joven, está un poco pálido, y viste un traje oscuro. Lleva una mochila marrón. “Hola, soy Ed”, dice. Lo primero que hace es preguntar dónde está el baño. Luego empezamos a hablar. La conversación dura más de tres horas y media.
Pregunta. Desde 2013 vive permanentemente en Moscú tras haber hecho público el programa de vigilancia masiva a escala mundial que llevaban a cabo los servicios secretos estadounidenses, la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional. En su huida le retiraron el pasaporte, y en Estados Unidos ha sido declarado enemigo del Estado. Con ocasión de la publicación de su autobiografía está concediendo pocas entrevistas, casi exclusivamente a medios de comunicación alemanes. ¿Por qué?
Respuesta. Ya no quiero hablar con medios de comunicación de Estados Unidos porque allí el ambiente está envenenado. Los medios estadounidenses no me han tratado bien. Me han tratado como si me hubiese vuelto loco de repente. Suelo hablar con medios alemanes porque tengo la sensación de que a la opinión pública alemana le preocupa más el tema de la vigilancia masiva. En Estados Unidos no quieren oír hablar de ello.
P. A principios de 2020 caduca su permiso temporal de residencia en Moscú. ¿Cuáles son sus perspectivas en adelante?
R. Depende de si un Gobierno democrático europeo o de otro lugar del mundo me concede asilo. Por desgracia, debido a la inacción de los Gobiernos occidentales, no puedo moverme de Moscú. He presentado solicitudes de asilo en Alemania y en Francia, y sus Gobiernos buscaron argumentos para no dejarme entrar.
P. Supongamos que, a principios de 2020, le conceden asilo político en Alemania. ¿Le asusta la posibilidad de que lo extraditen inmediatamente a Estados Unidos desde la base aérea de Ramstein?
R. Son cosas que no puedo controlar. Solo puedo insistir en que no destapé el sistema de vigilancia masiva mundial de la NSA para a continuación retirarme a un lugar seguro ni para congraciarme con nadie. Lo que yo hice es muy peligroso. Durante mucho tiempo he aceptado los riesgos que conllevaba. No tengo miedo de correr peligro por dar a conocer algo en lo que creo. Si un Gobierno europeo como, por ejemplo, el alemán, me permite entrar en su territorio, estaré preparado para hacerlo.
P. El caso del exagente de la CIA Philip Agee, acogido por Alemania, sienta una especie de precedente. En la década de 1970 denunció en un libro las prácticas de la Agencia e hizo públicos los nombres de varios agentes. Estados Unidos le retiró el pasaporte. En 1990 obtuvo un permiso de residencia en Hamburgo.
R. Su caso es muy diferente del mío, pero muestra claramente el cambio de la situación política. Agee fue mucho más agresivo que yo en sus revelaciones. Lo que él hizo público fue una lista de nombres de agentes de la CIA. Después la Agencia afirmó que esa había sido la causa del asesinato del jefe de su oficina en Grecia. A pesar de ello, se autorizó a Agee a residir en Alemania a partir de 1990. Y yo pregunto: ¿por qué? Porque, en mi caso, no he hecho público nada que ponga en peligro a personas. Creo que los Gobiernos europeos me tienen miedo.
P. Si en 2013 se hubiese marchado a Alemania y Barack Obama hubiese exigido su entrega, Angela Merkel se la habría concedido dadas sus buenas relaciones con el entonces presidente de Estados Unidos, que se encontraba en serios apuros. Pero ahora que Donald Trump está en el Gobierno, cabe pensar que sería mucho más problemático expulsarlo de Alemania si previamente se le hubiese concedido asilo.
R. Me gustaría creerlo, solo que a lo mejor no costaría tanto hacer la vista gorda si la CIA me cogiese y me llevase a Ramstein. No lo sé.
P. Es decir, que no sabe qué va a ser de usted en 2020. ¿No le da miedo?
R. No. Ahora sé que nunca más volveré a tener control sobre lo que me pase. A lo mejor me atropella un autobús o se me cae encima un edificio; o me devuelven a Estados Unidos. Puede que unos agentes de la CIA me maten a tiros aquí mientras voy por la calle, o que un país europeo me acepte y pueda vivir una vida feliz hasta que, en algún momento, Estados Unidos me reclame. Conozco bien el juego: siempre que estábamos a punto de que un país nos concediese asilo político, sonaba el teléfono. Eran el entonces secretario de Estado, John Kerry, o el vicepresidente Joe Biden, para decirle al ministro de Exteriores del país en cuestión que entendían que estaba en su derecho a actuar según la legalidad y yo en el mío de solicitar asilo en virtud de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Que lo entendían pero que les daba igual, porque se trataba de un asunto de importancia política para Estados Unidos, y que si me acogían tendría consecuencias. Algo así pasó con Ecuador.
P. Ese es el país al que usted quería solicitar asilo en un principio. Cuando se dirigía hacia allí procedente de Hong Kong vía Moscú, Estados Unidos le retiró el pasaporte. El resultado fue que, desde hace seis años, Vladímir Putin lo tiene bajo su protección.
R. El presidente de Ecuador ha contado que Biden le llamó por teléfono y el Gobierno estadounidense lo amenazó con cancelar las ventajas aduaneras que hay entre los dos países, lo cual habría supuesto pérdidas de millones de dólares para los agricultores. Fíjese que eso no ocurrió con Trump en la presidencia, sino con el Gobierno de Obama. Ecuador decidió no darme asilo. Irónicamente, me alegro de ello, porque si hubiese ido allí es probable que ya estuviese muerto o en la cárcel, como ha acabado pasándole a Julian Assange.
P. Después de seis años, parece que Moscú sigue siendo el sitio más seguro para usted. ¿Cómo vive la situación absurda que supone gozar de asilo político en un país que no es precisamente famoso por su respeto por los derechos humanos? El hecho de que Putin proteja desde hace seis años al enemigo número uno del Estados Unidos distrae un poco la atención cuando la policía reprime con violencia las manifestaciones a favor de unas elecciones libres y justas.
R. Así es. En Twitter he criticado muchas veces esta manera de actuar en las últimas manifestaciones. Rusia es como es. Repito que yo no he elegido estar aquí. Estoy aquí exiliado.
P. En su reciente autobiografía habla de su predilección por los cambiaforma, un término relacionado tanto con la ciencia ficción como con Internet, que hace referencia a personas que se esconden detrás de una máscara o adoptan una u otra forma de identidad. Dada su situación, ¿le gustaría ser un cambiaforma, cambiar su fisonomía y que le diesen asilo en Alemania?
R. Cuando, en 2013, hice pública la información, no tenía ningún plan para el día después. Quería decir lo que sabía y luego retirarme a un segundo plano mientras se debatía sobre los temas que yo había sacado a la luz. En este proceso me he vuelto adulto. En 2013 tenía la esperanza de que otro diese un paso al frente. En realidad, yo no quería hacerlo. Pero aunque actualmente, después de todo, pudiese cambiarme la cara y marcharme a las Maldivas, no sé si lo haría. En esta lucha hay algo más satisfactorio, que llega más hondo. No me gusta tener que hacer tanto esfuerzo para tantas cosas, pero eso me permite apreciar lo que he conseguido a pesar de la oposición en mi contra.
P. En su autobiografía cuenta cómo ha llegado a ser quién es y habla de las dimensiones del almacenamiento de datos a escala mundial por parte de Gobiernos y empresas y sus aliados. Sin embargo, al cabo de seis años de sus revelaciones, la indignación ha ido decreciendo. La gente ansía los productos de las tecnologías de la información, como Alexa, de Amazon, o los relojes y las neveras inteligentes, que recopilan datos de todos los ámbitos de la vida. ¿No se pregunta a veces para qué ha servido lo que hizo?
R. Sí, claro, pero el libro y todo lo relacionado con lo que di a conocer en 2013 no tratan de la tecnología de la vigilancia. Mucha gente se confunde con eso. Detrás de ello hay un conflicto mayor. La vigilancia tiene que ver con el poder, con el control. Si no acabamos con este mal uso del poder que hacen los Gobiernos, no solo perderemos nuestra influencia sobre ellos, sino también nuestra sociedad y nuestra democracia. No son decisiones que podamos tomar. Nadie nos ha preguntado, no hemos dado nuestro consentimiento para que nuestros datos sean transmitidos a los servicios secretos. Pero si pienso dónde estábamos en 2013 y dónde estamos ahora, también veo que algunas cosas han cambiado. El Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) de la Unión Europea no es más que un ejemplo de una sensibilización cada vez mayor en relación con ese tema.
P. Aunque mucha gente es consciente de que, a través de los teléfonos móviles y otros dispositivos de las tecnologías de la información, se almacenan datos —también por parte de los servicios secretos—, parece que a la mayoría ya no le preocupa demasiado. Muchos dicen que no tienen nada que esconder y se entregan una y otra vez al universo digital. ¿No le parece que el efecto de lo que usted hizo público ha perdido fuerza?
R. Sí, es verdad. La conciencia por sí sola no basta. No ganamos, solo perdemos más despacio. A menudo se dice que a los jóvenes la esfera privada les da totalmente igual si están conectados a la Red, pero, basándome en mis videoconferencias, no puedo confirmar tal cosa. Cuando alguien asegura algo así desde una tribuna, los miembros jóvenes del público son los primeros en abuchearlo. Con todo, es verdad que muchos jóvenes no se dan cuenta de que empresas como Google, Amazon o Facebook regalan algo cuando ellos consumen por Internet, o no les molesta que lo hagan, y ese algo son sus datos. En cuanto a si tengo la sensación de que la ventana de tiempo para debatir cómo queremos vivir en el futuro y cuál va a ser nuestra actitud ante esas tecnologías se está cerrando poco a poco, sí, la tengo. No porque la gente siga comportándose igual sin más. Hoy en día las personas son más conscientes que nunca de la vigilancia, y también están más indignadas que nunca por ello, pero también se sienten impotentes ante esta transformación.
P. ¿Las leyes todavía pueden hacer que esto cambie, o hemos llegado a un punto en el que ya no es posible volver a meter el dentífrico digital en el tubo?
R. No hay una respuesta sencilla a esta cuestión. Mucha gente se pregunta si no es demasiado tarde. La respuesta es que nunca lo es. Piense en lo que hemos conseguido con el tabaco, y es una adicción física.
“¿Que si soy un espía ruso? Eso son estupideces”
Respuesta. Todos me preguntan cómo es un día normal de Edward Snowden en Moscú, lo cual tiene gracia.
P. ¿Qué tiene de gracioso?
R. Que la respuesta no es demasiado interesante. Soy especialista en tecnologías de la información, y mientras pude decidir cómo quería vivir, mi existencia se caracterizaba por la presencia de una pantalla. Lo que más me interesa en el mundo no ocurre fuera, en la calle, sino en la pantalla. Da lo mismo que tenga la vista fija en una de ellas en Moscú o en Nueva York. Me gusta mirar pantallas. No me malentienda; también me gusta salir y pasear con mi mujer. Salimos juntos a comer y me encuentro en Moscú con mi familia, que por fortuna puede venir a visitarme aunque no los vea tan a menudo como me gustaría.
P. Pensábamos que todavía habría tenido que oír más veces la pregunta de si es un espía ruso.
R. Sí, esa pregunta también me la hacen con mucha frecuencia.
P. ¿Es usted un espía ruso?
R. ¿Que si soy un espía ruso? Eso son estupideces, y usted lo sabe.
P. La cita para esta reunión la concertamos a través del servicio encriptado Signal, pero después de lo que nos ha contado, también esa aplicación es un engaño absurdo…
R. Sí, porque pueden rastrear las comunicaciones.
P. No parece preocuparle demasiado. ¿Cómo es eso?
R. En 2013 aprendí una cosa, y es que lo más poderoso que podemos hacer cada uno de nosotros es no tener miedo. Esa habría sido la respuesta correcta al 11 de septiembre que mi país desaprovechó, lo cual arruinó las siguientes dos décadas de nuestra historia. En aquel momento teníamos la simpatía del mundo, la oportunidad de reorganizar por completo el mundo internacional. Habríamos podido cambiar el sistema judicial y crear estructuras multilaterales para luchar contra el terrorismo como el crimen que es en vez de aumentar el número de terroristas con nuestra reacción.
Por Stefan Aust / Charlotte Kruger / Martin Scholz (Die Welt). Con información de El País.