AMBIENTAL. De todos los asuntos científicos con carga política, ninguno tiene la candencia del calentamiento global provocado por el hombre. Durante muchos años los científicos han venido avisando de que nuestra economía, basada en combustibles sólidos, producía una copiosa cantidad de dióxido de carbono (CO2) además de rastros de otros gases invernadero, que alteraban la composición de nuestra atmósfera.
Los gases invernadero atrapan el calor del sol, calentando la superficie de la Tierra. Sin ellos, la temperatura media de la superficie terrestre sería gélida, a varios grados bajo cero.
El problema no es con el efecto invernadero, el cual necesitamos, sino con el CO2 que nuestros vehículos y nuestras fábricas arrojan a la atmósfera, lo cual incrementa el efecto invernadero y eleva las temperaturas medias de la Tierra; un efecto que podría derretir los hielos polares, elevar el nivel de los océanos, alterar el clima e incluso (paradójicamente) provocar una nueva edad del hielo.
Parece existir un sólido consenso científico en que el calentamiento global provocado por el hombre es un fenómeno real, consenso que no puede, y no debería ser desestimado y acogido con indiferencia.
Toda organización científica de relevancia que haya revisado la cuestión ha verificado la noción del calentamiento global provocado por el hombre, pero al mismo tiempo se ha cuidado de enfatizar que existen aún un buen número de preguntas fundamentales pendientes de respuesta y que no podemos predecir con certeza el futuro.
Hay quienes afirman que si ignoramos la advertencia del calentamiento global, podríamos pagar un precio extremadamente alto: un cambio climático que podría amenazar la cadena de producción mundial de alimentos, provocar desplazamiento de poblaciones, inundaciones costeras y cosas peores.
Si bien se firmó el protocolo de Kyoto (un tratado internacional diseñado para limitar la producción de gases invernadero) no ha sido firmado por los tres principales productores mundiales: Estados Unidos, China y la India. Se pueden lograr ciertas mejoras en campos como la eficiencia y la conservación, pero para lograr reducciones reales hacen falta sacrificios; el sacrificio energético implica sin embargo una reducción real en la calidad de vida. Los políticos no deberían dictar la ciencia.
Sin embargo, las decisiones políticas conllevan juicios de valor, por ejemplo en lo relativo al modo en que se distribuirá la carga del sacrificio, y es por eso que son los gobiernos, y no las instituciones científicas, los que decidirán qué hay que hacer con el calentamiento global provocado por el hombre.