Da la impresión, a veces, de que México es un país a medio hacer. Un país que no se atreve a romper con una historia llena de autoritarismo político, mediocre desempeño económico y ausencia de responsabilidad cívica. Aunque es cierto que somos un país muy encima de casi todos los demás en América Latina, seguimos arrastrando una serie de problemas que deberíamos haber superado hace ya varios años y que siguen impidiendo que despeguemos. Enuncio algunos de los más conocidos:
En primer lugar, la educación. En este tema no solamente tenemos una brecha enorme en la cobertura educativa, sino sobre todo en la calidad del conocimiento que se genera y se difunde en México. Recordemos que de cada 100 personas que inician la primaria, solamente 62 la terminan en seis años; y sólo 45 terminan la secundaria nueve años después de haber iniciado la primaria.
El ciclo se reproduce hasta niveles insoportables a nivel superior, donde suman cientos de miles los jóvenes que no pueden encontrar un espacio en la universidad. Por eso se ha ido configurando ese “foco rojo nacional” que es la generación nini sobre la que tantas veces ha advertido el rector de la UNAM.
En segundo lugar, la seguridad pública. La incidencia delictiva en México es altísima (aunque menor que en otros países de América Latina y muy dispar por lo que respecta a su distribución geográfica). Le hemos dedicado miles de millones de pesos a combatir la inseguridad, pero seguimos sin contar con cuerpos policiacos capacitados, con herramientas modernas para hacer su trabajo, ajenos a la corrupción y con niveles salariales decorosos.
Sobre todo a nivel local la situación es un desastre. El 61% de los policías municipales en México gana menos de 4 mil pesos al mes. El resultado de todo ello es la tremenda impunidad con la que vivimos día con día y que afecta a personas de todos los niveles económicos, pero sobre todo a los más pobres, que no cuentan con buenos abogados y que son objeto de permanentes extorsiones por la delincuencia o por las autoridades.
Un tercer tema en el que México no se atreve a ser el gigante que debería ser es la economía. Tenemos rezagos impresionantes en el mercado laboral, en el que la informalidad parece ser la regla. Más de la mitad de la economía en México es informal. La competencia económica en sectores clave es nula. Hay grandes intereses económicos que tienen capturados sectores enteros, lo que nos cuesta mucho dinero a todos los mexicanos.
Desde la fabricación de la masa para hacer tortilla hasta el cemento, las telecomunicaciones, la energía eléctrica, las aerolíneas, el servicio telefónico o la banca, todo está en pocas manos y nada o muy poco se hace para abrirlo a una competencia en serio, para beneficiar a millones de mexicanos.
En cuarto lugar, la justicia. Tenemos tribunales y agencias del Ministerio Público, sobre todo a nivel local, que parece que se quedaron en el siglo XIX. Los expedientes todavía se cosen a mano, con aguja e hilo, y muchos de los juicios que se realizan son simples simulaciones para llegar a una solución previamente pactada, a través de actos corruptos.
La eficiencia de la procuración de justicia, incluso en sectores de excelencia que cuentan con muchos recursos, no parece ser la regla. De cada 100 delitos denunciados, la PGR es capaz de lograr solamente ocho sentencias condenatorias (datos del IV Informe de Gobierno del presidente Calderón).
Todo lo anterior nos pone ante la evidencia de un país que quiere y no puede. Un país contrahecho y agazapado, que no se atreve a dar el salto a la modernidad y que sigue en las ligas menores, cuando podría estar entre los mejores países del mundo. Se podría pensar en cientos o miles de excusas para explicar nuestros rezagos, pero la verdad es que todos ellos tienen solamente un responsable: nosotros.
Especialistas en el autosabotaje, todos hemos contribuido (por acción o por omisión) a perpetuar un México con bajos niveles educativos, con graves problemas de seguridad pública, con un mercado laboral mayormente informal y un sector económico cerrado a la competencia, y con una justicia que da pena a propios y extraños.
Lo importante es que ya lo sabemos y que las soluciones, aunque no lo parezca, están a nuestro alcance. Ojalá que aún ante la vorágine del proceso electoral de 2012 que engulle buena parte del debate público nacional, pudiéramos pensar en todo lo que tenemos que hacer para contar con una mejor educación, más seguridad pública, una economía más abierta y competitiva, y una justicia que se instale finalmente en el siglo XXI y deje de estar en el medioevo.