La política es a menudo el arte de traicionar los intereses
legítimos, y de crear otros imaginarios e impuestos.
Arturo Graf. Poeta italiano.
Como todo en la vida, los resultados exitosos son aquellos que han tenido una amplia etapa de análisis, ponderación, consulta y prospectiva, diagnóstico y visión sistémica dirían los expertos, que en el centro de su pronóstico está la imaginación. Imaginación que no es otra cosa que situarse en el futuro para dimensionar cómo sería, en los hechos, la aplicación y el impacto de determinada decisión política, económica o social. En un segundo momento, una vez que la decisión está tomada, el seguimiento y evaluación permanente, son la piedra angular que va indicando si los objetivos propuestos se están cumpliendo, y en su caso, modificar o reorientar aquello que no está alineado con la expectativa esperada.
Es decir, toda decisión, y sin duda, con mayor razón, aquellas que pretenden cambios trascendentes en la colectividad, están sujetas a procesos que requieren tiempos y movimientos, que serán tan intensos, maduros y congruentes, como sean capaces las partes involucradas, de asumir esta realidad con sentido común, honradez y transparencia.
Esto parece un sueño idílico en un mundo en el que la intolerancia, la deslealtad y la irresponsabilidad, se disfrazan de “derechos ciudadanos, sindicales o magisteriales”, “libertad de expresión”, y “desobediencia pacífica”, para cometer cualquier cantidad de atropellos, actos vandálicos y delictivos, o afectaciones a la paz social, a la de por sí raquítica economía, y al derecho de los demás, por decir lo menos. Al propio tiempo, autoridades y políticos incapaces, timoratos y coludidos con una pléyade de corruptelas, de beneficios sectarios, únicamente ocupados en la obtención de dividendos para sus propios intereses, y ante todo, jamás poner en riesgo su permanencia, cuan más larga mejor, en los círculos del poder.
Es inaudito escuchar a las nuevas camadas de políticos y servidores públicos o a los fósiles de la función pública, cuyos discursos rayan en la desfachatez, la soberbia y la mentira. Es común escuchar planteamientos, avances y resultados con tal seguridad y convicción, que ofenden a cualquier nivel de inteligencia.
Son pocos y casi en peligro de extinción, aquellos que entienden con vergüenza y honestidad que el poder lo han recibido única y exclusivamente de la voluntad ciudadana a la cual le deben todo, lealtad en primer término. En esta crisis o tormenta perfecta, da igual, la pregunta obligada tiene que ver con la aplicación de la ley, el estado de derecho y el bien común. Nada del otro mundo, la simple vocación de que la convivencia social debe proteger el tejido social y establecer lo que haya que hacer para que todos, sin excepción, tengan acceso a lo que señala la Constitución como sus derechos y garantías.
El caos sienta sus reales en el desorden, la indiferencia, la apatía y la fragilidad que produce la tormenta, situación que es caldo de cultivo para que emerja lo peor de los seres humanos al cobijo de la masificación. Puesto el andamiaje, establecido el escenario y escogido los actores, ¿qué es lo que debemos esperar de las reformas constitucionales y su concreción en las leyes secundarias, decretos, programas y acciones?
Desde hace muchos años, griegos y troyanos, según el momento coyuntural, alzaban la voz y se rasgaban las vestiduras demandando, desde su excelsa tribuna, la pronta decisión de avanzar hacia las reformas constitucionales que darán al país una connotación diferente, y lo pondrán en la ruta del desarrollo. Como una paradoja en una obra de teatro dramática, una vez que se han publicado algunas reformas y las restantes están en las etapas finales de su conclusión, es más creciente el rumor y la duda de que haya sido más caro el caldo que las albóndigas.
En medio, como siempre, de quienes pretenden con urgencia una cirugía de cuerpo entero y quienes buscan cualquier pretexto para obstaculizar y desalentar, está la sociedad que al final del día, es la que sufre y asume todas las consecuencias. Fundamento y actitud debiera ser el camino correcto. Sin duda, nuestra mayor incongruencia no es el miedo al fracaso, sino como aseguran los pensadores del desarrollo humano, nuestro miedo al triunfo, a hacer bien las cosas, a la apertura y a la tolerancia.
¿Hasta cuándo habremos de ser rehenes de nosotros mismos? ¿Hasta cuándo habremos de romper las cadenas de nuestros propios miedos y contradicciones? Bien valdría releer el Laberinto de la Soledad, del inolvidable Octavio Paz, para ir a las raíces de nuestra identidad perdida y recuperar las actitudes que nos darán un rumbo diferente, no en el papel o en el discurso, sino en el día a día. Lo único que es claro, es que nadie vendrá a hacer por nosotros, aquello que debemos hacer por nosotros mismos.