Si en cada interacción con su jefe o con un tercero el o la asistente eleva la duda, no está generando valor
Ni todos o todas tienen el mismo perfil, ni ganan lo mismo. Además, la variedad de funciones es enorme. Cierto, en mucho influye el estilo personal de dirigir de su asistido y el grado de ‘juego’ que le permiten en su organización. Pero a pesar de esas variaciones, hay tres habilidades que convierten a cada asistente en un elemento indispensable para el éxito de cualquier gerente o director:
1) Agregar certeza, no duda.- El asistente no está obligado/a a saber todo, ni a responder de manera inmediata cada asunto que se le consulta o se le pide que procese. Pero a pesar de no ser responsable de resolver el fondo de la mayoría de temas que pasan por sus manos, sí debe mantenerse enfocado/a en contribuir al avance de las cosas, a eliminar pasos, a contribuir con lo que sí sabe, a facilitar las cosas y a eliminar las dudas evitables. En síntesis, a accionar en dirección a la certeza.
Si en cada interacción con su jefe o con un tercero el o la asistente eleva la duda, no está generando valor. “¿Qué sentido tiene procesar el tema con esa persona?”, se preguntaría cualquiera con algo de sentido común.
2) Contribuir al orden de las cosas, no a su desorden.- Una forma de ver a una organización es como una suma de métodos y procesos. Las cosas se hacen de cierta forma, las operaciones se registran de determinada manera y la información se ordena en lugares definidos, físicos y digitales.
Cuando cada asistente quiere tener ‘su orden’ o no seguir ninguno, aunque argumente que tiene su propia manera de hacer las cosas, en el fondo contribuye al desorden de las mismas en el largo plazo. Sin duda puede proponer métodos, pero lo relevante es que su intervención contribuya a un orden institucional, no sólo personal.
3) Diferenciar cuando habla por su director y cuando por sí mismo.- Un buen asistente de dirección no se limita a pasar recados, comunica opiniones, posturas, prioridades o compromisos a terceros, internos y externos. Esta es la función más crítica. Y lo es porque el interlocutor suele asumir que, en todo momento, cuando el asistente habla sus palabras son reflejo fiel de lo que su jefe piensa, dice u ordena.
En muchos temas suele ser de altísimo valor (y necesidad) que el o la asistente transmita los términos precisos que le fueron dichos (ni más, ni menos), con el grado de emocionalidad que le sea instruido (no necesariamente el que él o ella haya identificado) y que no pierda el timing de las cosas para que el asunto se gestione lo más oportuno que sea posible.
En síntesis, dado que las más de las veces un asistente no habla por él o ella, sino habla por su jefe o jefa, es vital que el mensaje se cuide, sin omitir, sin disminuir y sin exagerar.
En una columna relacionada en septiembre de 2016, en una reflexión que hablaba de la asistente Inutilus Brutus, reflexionaba en este mismo espacio que “cuando un asistente aparece en escena y se acopla bien al personalísimo estilo de su director, no sólo debe descargarlo de las más posibles tareas de bajo valor, sino que debe enfocarse en ayudarlo a acelerar la resolución de actividades sustantivas, con intervenciones proactivas y mucho seguimiento oportuno”.
Hoy reflexiono lo opuesto. Cuando un asistente aparece en escena y no se ocupa de descargar y procesar con cautela la suma de tareas que ponen cotidianamente en sus manos, no sólo no hace su función bien, sino que agrega lentitud, incertidumbre y complejidad a ‘n’ tareas de la organización que, por omisión o falta de pericia, se convierten en problemas evitables o situaciones incómodas que ningún jefe aspira a tener.