Perú: la destitución presidencial, un camino recurrente

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Se han levantado contra el mal gobierno. Es una rebelión popular. Manuel Chávez Nogales en A sangre y fuego (1937), relatos de la guerra civil española, señaló: “El hecho importa poco o nada importa. A la historia lo que le interesa es su sentido, la significación histórica que pueda tener, y esa no se la dan nunca los mismos protagonistas, sino los que inmediatamente después de ellos nos afanamos por interpretarlos”.

Hoy en Perú, entender los hechos, conlleva explicar los motivos que ha desencadenado una rebelión popular. Las etiquetas no ayudan. Debatir sobre si fue un golpe de Estado del Ejecutivo resulta estéril. Ahí no radica el problema. José Carlos Agüero, escritor peruano y premio nacional de literatura, publicó un texto de opinión, situando el origen de la crisis en un punto alejado de los tópicos, lo hace recaer en el desprecio.

“Hacer política desde el desprecio trae consecuencias graves. Frivolidad, cinismo, el descaro de los grupos de interés, acostumbrados a operar con impunidad, ha terminado por hacer estallar –una vez más– a la gente en todo Perú […] ¿Esperas ofender a alguien y que se quede tranquilo en casa llorando la humillación? ¿Esa es tu propuesta política, reírte del que menosprecias y ofrecerle como lugar el de espectador, testigo de las decisiones arrogantes que tomas en su nombre? ¿Qué mates y encima lo expliques como que mataste a un vulgar azuzador?

La destitución del presidente Pedro Castillo es transitar por camino recurrente. Terratenientes, oligarcas, militares, caciques y narcopolíticos, la plutocracia que gobierna Perú, desprecia el ejercicio democrático. Toda propuesta de justicia social, ciudadanía política y de dignidad, ha sido boicoteada. Caudillos, autócratas, dictadores y tiranos se han aupado a la presidencia de Perú, profundizando el desprecio hacia su pueblo.

Incluso la llamada revolución peruana, producto de un golpe de Estado cívico-militar, antioligárquico, reformista, nacional y antimperialista, encabezado por el general Velasco Alvarado en 1968, ha sido el intento modernizador más serio en dos siglos de vida independiente. El anticomunista general Francisco Morales Bermúdez, en 1975 dirigió el contragolpe. Durante cinco años, gobernó bajo la bandera de la represión. Para mayor inri, en 1980, devolvió el poder a Fernando Belaúnde Terry, el corrupto presidente destituido en 1968.

La experiencia velasquista, aumento del odio de la plutocracia hacia su pueblo. De esa guisa, el ultraje de las clases dominantes tomó cuerpo con el advenimiento de figuras grotescas, sostenidas por Estados Unidos y partidos políticos sin principios, adoctrinados en el anticomunismo.

Sin excepción, los presidentes peruanos, del último medio siglo, han sido condenados por corrupción, abuso de poder, enriquecimiento ilícito, violación de los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad. Para evitar un juicio por corrupción, Alan García prefirió suicidarse. Ninguno se salva y menos los partidos sobre los cuales levantaron sus candidaturas.

La historia de Perú es la historia de la frustración democrática. Traiciones, mentiras, fraudes electorales y corrupción. La confianza en las instituciones del Estado se ha desvanecido.

El congreso se ha transformado en un búnker donde cohabitan ilustres apellidos y una nueva casta política, empeñados en hurtar la voluntad general expresada en las urnas. Igualmente, las fuerzas armadas, ligadas a la guerra sucia contra Sendero Luminoso y Túpac Amaru, han sembrado muerte. Matanzas de campesinos, falsos positivos y sus lazos con el crimen organizado son sus señas de identidad.

Mientras, jueces y fiscales, quienes deben impartir justicia, se adhieren al engranaje de la casta política, acaban por reproducir los esquemas de colonialismo interno sobre el cual edifican su poder. Así, los poderes fácticos, las clases dominantes y la justicia corrupta usurpan el poder.

Hoy las fuerzas armadas, pertrechadas con armamento estadunidense y la policía con material antidisturbios adquirido en España, disparan contra el pueblo peruano. Desde el encarcelamiento del presidente Castillo han sido asesinados una veintena de ciudadanos. Pero las fuerzas armadas los califican de malos peruanos. Son los ecos de la doctrina del bien y el mal.

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Libertad o comunismo.

Dios o el demonio. Resabios de la doctrina del enemigo interno practicadas por las dictaduras cívico-militares de Chile, Argentina, Brasil, Uruguay o Paraguay. No hace falta dar nombres. Son los mismos. Sagas familiares, empresarios, narcopolíticos, defendiendo sus intereses. No tienen ninguna empatía con su pueblo.

Sufren el síndrome del dominador cautivo. Miran a Europa, hablan inglés y rechazan todo símbolo que les identifique como peruanos. Ellos reniegan de su cultura, salvo para hacer de ella un fértil negocio. Han convertido Perú en su finca particular. Eso sí, por primera vez en Perú, una mujer es presidenta con la complicidad de Estados Unidos y sus aliados europeos.

Como suele pasar con las rebeliones populares, la violencia, el lenguaje de la plutocracia para acallar las protestas será ejercido sin límites. Cualquier argumento es válido si se trata de negar la soberanía al pueblo, mantener el desprecio y la humillación como forma de ejercicio del poder. Mientras, la sangre que se derrama es la de los de siempre. El derrocamiento de Pedro Castillo desnuda a la clase dominante peruana. Sin alternativa sólo puede recurrir a la fuerza. ¿Hasta cuándo?

Marcos Roitman Rosenmann

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