Son apenas 30 ó 40.000 personas perdidas en el bosque de Ituri, al noreste de la República Democrática del Congo; pero los mbuti han conseguido algo reseñable: se han resistido, con uñas y dientes, a las presiones civilizatorias y siguen, como pueden, haciendo su vida al margen del mundo exterior. Como siempre han hecho. Por eso mismo, en esas pequeñas bandas de cazadores y recolectores, hay mucho que aprender sobre el origen del comportamiento humano.
Algo curioso, al menos desde nuestra perspectiva, es que aunque viven en grupos de hasta 60 personas, los mbuti no almacenan comida, no tienen despensas. Más allá del salto tecnológico, poca cosas de la vida moderna deben ser más marcianas para ellos que un frigorífico. Y no, no es porque sea algo propio de las comunidades de cazadores y recolectores: en el Ártico, las comunidades inuit tradicionales almacenaban tanta comida como podían. ¿Una simple cuestión de vivir en un entorno rico en recursos o en uno de los más inhóspitos de la Tierra? Probablemente.
De hecho, la mayor parte de las especies que viven en la misma región que los mbuti no acumulan comida. La mayoría de especies que viven en el ártico, sí que lo hacen. No obstante, esto no resuelve el problema porque, como se preguntaron un grupo de investigadores alemanes y británicos, si el ambiente puede provocar cambios tan radicales en el comportamiento de la misma especie en esto… ¿qué más cosas puede cambiar? ¿qué parte de nuestro comportamiento se debe al lugar en el que vivimos?
En el fondo, como insinuaba más arriba, estos investigadores se preguntaban por el origen y la evolución del comportamiento humano. Ha sido algo disputado. “Mientras que algunos sugieren que los sistemas de creencias culturales […] son la fuente de variación de comportamiento, otros argumentan que es más un producto de la adaptación a las condiciones ecológicas locales”. Para averiguarlo, seleccionaron más de 300 poblaciones de cazadores-recolectores y las compararon entre ellas (y con las especies de mamíferos y aves que tenían cerca).
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Los resultados ponen en evidencia que humanos, mamíferos y aves se parecen mucho en varios rasgos de comportamiento, desde la composición de la dieta y el modelo de crianza hasta la organización comunitaria. Por ejemplo, en los lugares donde los humanos se organizan por clases sociales, aves y mamíferos muestras jerarquías sociales notables. Esto ocurre en prácticamente todos los rasgos estudiados.
“Hasta ahora, no tenemos una teoría completa que prediga cuándo la cultura anulará la aptitud para maximizar la adaptación ecológica y viceversa”, explicaban Kim Hall y Robert Boyd al reflexionar sobre el trabajo. Pero a medida que estudios de este tipo se hacen más potentes, “caminamos hacia una teoría evolutiva completamente integrada del comportamiento humano“.
No obstante, este tipo de trabajos tienen una lectura que va más allá y se proyecta sobre el futuro. Sobre todo, en sociedades y entornos en los que el ambiente local está totalmente controlado por los seres humanos, en los que podemos desarrollar ingenierías conductuales muy elaboradas que cambien de forma sustancial la forma en la que vive la gente (o que ya lo están haciendo). Al fin y al cabo, no solo la genética y la inteligencia artificial iban a tener dilemas morales.
Vía | xataka
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