Alberto Fernández regresa a Argentina con un apoyo explícito de la Unión Europea.
Los Gobiernos de Italia, Alemania, España y Francia le aseguraron que le ayudarían en la complicada renegociación de deuda que afronta en marzo, y el papa Francisco, argentino y peronista como Fernández, le dijo que podía contar con él. Había otro objetivo: presentarse al mundo como un dirigente sensato y con planes razonables. Todo parece indicar que resultó convincente.
Alberto Fernández rompió con una tradición. Su primer viaje al exterior no fue a Brasil, como era costumbre, sino a Israel a finales de enero, con ocasión de la cumbre que conmemoraba el Holocausto, y a varios países europeos después. Lo de Brasil habría sido complicado, por los insultos que Fernández y el presidente Jair Bolsonaro se cruzaron a distancia durante la campaña electoral. Parecía más conveniente recabar el respaldo de países con peso en el Fondo Monetario Internacional (FMI): los cuatro países europeos visitados suman el 14,2% de los votos y constituyen el mayor bloque después de Estados Unidos, con el 16,7%. Alemania, además, cuenta con una influencia que va más allá de su peso numérico.
Para empezar, el mandatario tenía que demostrar que no era ni Cristina Fernández de Kirchner ni Mauricio Macri. Durante sus dos mandatos presidenciales, la hoy vicepresidenta desarrolló una diplomacia orientada hacia Rusia y China y, sobre todo, hacia sus aliados latinoamericanos (la Venezuela de Nicolás Maduro, la Bolivia de Evo Morales y Cuba). Macri dio un vuelco a la política exterior y se esforzó en desarrollar amistades personales con dirigentes de las potencias occidentales, muy especialmente con Donald Trump. El expresidente transmitió muy eficazmente la idea de que solo él podía llevar a Argentina a abrirse al mundo y que el peronismo significaba aislamiento y corrupción.
Fernández se presentó ante los europeos como un hombre dispuesto a abrir la economía, con calma y cautela. “Me piden que baile un tango y estoy todavía en terapia intensiva”, bromeó cuando Angela Merkel le habló de apertura. Una metáfora que ha usado continuamente para describir la recesión y el endeudamiento heredados de Macri. “No solo me encontré con una economía destruida, sino que cada vez que visito un país tengo que explicar que no somos un Gobierno populista y que mi idea es insertar Argentina en el mundo; lo del populismo fue un invento de Macri”, comentó ante un grupo de empresarios alemanes.
Una y otra vez, los empresarios y los dirigentes políticos europeos le transmitieron su incomodidad por los severos controles cambiarios que rigen en Argentina. Fernández pide inversiones, pero, al margen de que la coyuntura argentina presente riesgos, cuesta decidirse a efectuarlas cuando, como ahora, es casi imposible repatriar los beneficios.
Pese a su mensaje, Alberto Fernández no espera mejoras en la economía hasta despejar el problema de la deuda. Sin saber cuánto y cuándo ha de pagar, no se puede siquiera confeccionar un presupuesto. Fernández ha decidido negociar paralelamente con el FMI (al que adeuda 44.000 millones de dólares, y al que pedirá entre dos y cuatro años de moratoria sin devolución de capital ni pago de intereses) y con los acreedores privados, en posesión de la mayor parte de una deuda global cercana a los 340.000 millones, y quiere hacerlo en poco tiempo. Casi todo se concentrará en la segunda quincena de marzo, después de que el ministro de Hacienda, Martín Guzmán, presente al FMI su plan para estimular el crecimiento y garantizar los pagos.
De forma discreta, el FMI sugiere la necesidad de conseguir que los inversores privados acepten un recorte de hasta el 40% en el valor de sus bonos, porque considera que de lo contrario la deuda seguirá siendo impagable. La negociación no será fácil, como ha demostrado la mala experiencia de la provincia de Buenos Aires, que intentó aplazar un vencimiento de 250 millones pero reculó tras la amenaza del fondo Fidelity a declararle en impago.
Por Enric González. Con información de El País