PODER PUBLICO. Los tiempos electorales, alteran, en razón de su propia complejidad y de la amplia gama de factores que intervienen, el equilibrio entre la política y el desarrollo económico y social. Esta alteración no tiene un valor en sí misma, lo adquiere en función de qué tanto afecta o promueve el equilibrio mencionado.
Por otro lado, este equilibrio, ya de por sí frágil y vulnerable, dadas las condiciones socioeconómicas imperantes y los lastres políticos acumulados, se torna más sensible en los procesos, en que se dan, como ahora en Quintana Roo, cambios de gobernador, presidentes municipales y diputaciones locales al mismo tiempo.
Ahora bien, el discurso electoral, siempre enarbola al Estado o municipio como el máximo interés, que es sin duda el objetivo fundamental. Sin embargo, en la práctica, este argumento carece de significado en la percepción de la sociedad.
La incredulidad y desconfianza que ésta tiene no es casual. Hoy en día, se requiere una genialidad de la mercadotecnia política para encontrar un eslogan de campaña que convenza a los electores. En los procesos recientes, las purgas y enfrentamientos al interior de los partidos políticos en pos de una nominación, y las mismas fórmulas para la elección interna de candidatos no están al nivel de lo que debiera ser el ejercicio de la política.
Palabras mayores es la identificación del perfil del puesto que será sometido a elección, y en consecuencia, los requisitos de experiencia, conocimiento, liderazgo y visión política que deberá cubrir un candidato a dicho puesto, amén de la calidad ética y de valores a toda prueba. Todo esto es letra muerta ante los ojos de la sociedad.
El socorrido argumento de escoger a los mejores hombres y mujeres, ya ni siquiera aparece en el discurso político ante la evidente incongruencia.
En el terreno de la visión de la planeación del desarrollo, las desechables plataformas electorales, los obsoletos y menospreciados procesos de consulta ciudadana, el agotado mecanismo para captar las demandas sectoriales, y en obviedad del caso, la consistencia y congruencia de propuestas, planes, programas y acciones, se convierten al final del camino, en kilos de papel sin ningún futuro.
La obtención del poder público a toda costa, bajo la inaceptable consigna de que el fin justifica los medios, ha sido el origen de una serie de paradigmas difíciles de romper. El tema, tiene en el fondo dos vertientes, por un lado la sociedad no le otorga ningún valor al quehacer político, y por otro, el quehacer político ha dejado de ser una vocación de servicio, un ejercicio eficiente y transparente, y tampoco reconoce en la sociedad madurez y su razón de ser.
El resultado final, es un juego perverso, porque erosiona, contamina y destruye la esencia de las instituciones, de los individuos y del tejido social. En esta inercia, unos buscan sacar el mayor provecho para sus intereses a sabiendas de que se trata de contubernios, y los otros tienen por unidad de medida lo efímero que es el poder.
En consecuencia, se demanda que el gobierno haga todo porque esa es su obligación, y en paralelo, lo único importante por hacer es aquello que tenga rentabilidad política. Pensar de otra manera es estar en el error.
Ciertamente, la ineficiencia y los fracasos en el ejercicio del poder, no le duelen al sector público porque no le cuestan de su bolsa. Lo padece y lo paga la sociedad. Romper estos paradigmas implica cambiar actitudes y modificar estructuras. Es decir, no seguir haciendo las mismas cosas de la misma manera, porque así no se logran resultados diferentes.
Sociedad y gobierno tienen que replantear la sinergia del quehacer político, en el que las partes, aprendan a trabajar juntos para elaborar, en un plano horizontal, las agendas estatales y municipales, de las cuales emanen planes de desarrollo realistas, específicos, mensurables y congruentes en su instrumentación.
Convencidos todos, de que a la autoridad le toca promover y facilitar el desarrollo, y a los actores económicos y sociales les toca concretarlo. En esta tesitura, la conducción y orientación del desarrollo es un ejercicio compartido, consensuado y corresponsable, en el que nadie pretenda sacar ventaja del otro, imponer facultades y atribuciones, tomar decisiones bajo la mesa o violentar el estado de derecho.
Por el contrario, fortalecer las alianzas locales, privilegiar las iniciativas empresariales y sociales que tengan sustento y pasen el tamiz de evaluaciones serias, eliminar tantas instancias de supuesta participación pública y social que no aportan nada y son mero trámite burocrático, diseñando un nuevo esquema eficiente y adecuado de instancias en las que verdaderamente se tomen decisiones, se discutan problemáticas, se asegure la consecución de las acciones, y la evaluación sea columna vertebral.
Es indispensable modificar el esquema viciado e inoperante de las consultas públicas para todo aquello que tenga que ver con el ejercicio legislativo y la emisión de los actos de autoridad administrativos, fortaleciendo entre otras, con decisión política contundente, lo relativo a la mejora regulatoria del sector público.
Erradicar el camino fácil, equivocado y unilateral de que aumentar las cargas impositivas favorece el ingreso público, toda vez que la única garantía de pago, en el corto y largo plazo, se da cuando la actividad económica es competitiva y se impulsa la satisfacción de bienes y servicios.
En síntesis, cada nuevo proceso electoral tiene el potencial de responder a las auténticas demandas de la sociedad, la oportunidad de actualizar la visión de futuro y actuar en consecuencia, y el compromiso moral de fidelidad a la confianza que le otorga el voto ciudadano.
Los tiempos electorales han llegado, en el escenario están los actores. Es oportuno llamar a la prudencia y correcto discernimiento. Es oportuno señalar que estructura y personas son parte de los activos. Es oportuno ratificar que no hay otro objetivo mayor que el desarrollo sostenible y sustentable de Quintana Roo.