Si no usamos calificadoras para la compra de acciones, ¿por qué sí lo hacemos con la compra de deuda?

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Moody’s, S&P y Fitch enfrentan leyes estrictas y el mercado financiero que perdió la fe en ellas; la discusión es si la calificación es sólo una opinión o una recomendación de inversión.

En 2006 el fondo de pensiones de los empleados públicos de California invirtió 1,300 millones de dólares (MDD) en complejos canales financieros basados en hipotecas. Este fondo, el más grande de su tipo en Estados Unidos, está obligado legalmente a invertir su dinero en productos financieros conservadores, así que confió en la valoración que tres agencias calificadoras de riesgo le dieron a aquellos canales: AAA.


En 2007 y 2008, esas inversiones del fondo Calpers se despeñaron hasta valer casi nada. En julio pasado, Calpers demandó a las calificadoras Moody’s, Standard & Poor’s (S&P) y Fitch, a las que acusa de haberlo engañado y de haber disfrazado de seguro y conservador un paquete de inversiones maloliente y peligroso.

Según el fondo, que asegura haber perdido más de 1,000 MDD por culpa de ellas, los puntajes que dieron a esos vehículos eran “groseramente imprecisos” e “irracionalmente altos”, tenían “fallas sustanciales” en su concepción y “fueron aplicados con incompetencia”.


Los adjetivos que usaron los abogados de Calpers podrían perfectamente ser atribuidos a casi cualquier columnista con algo que decir sobre las agencias, cuyo optimismo para repartir la AAA ha puesto en entredicho el futuro de su modelo de negocio. La amenaza de nuevas regulaciones más estrictas, en Europa y EU, y el desdén del mercado financiero, que parece haberle perdido el respeto, podrían poner fin a la época más rentable de una industria.


El desdén de Wall Street

Hasta ahora, el golpe más duro que han recibido Moody’s, S&P y Fitch Ratings –que desde 1975 tienen un oligopolio en EU– ha venido desde el mercado: prácticamente desaparecieron los productos complejos (llamados ‘estructurados’) que ampliaron sus negocios en los últimos años. Wall Street no quiere saber nada de inversiones opacas y difíciles de evaluar, por lo que las agencias han regresado a su negocio tradicional –más estandarizado y con márgenes más bajos– de ponerle puntaje a la confiabilidad de la deuda de empresas y países.


El mundo financiero no parece listo para perdonarlas. “Las calificadoras sin duda han perdido respeto”, dice Diego, director de un fondo de inversión del banco suizo UBS que pidió no revelar su apellido. “Para ser sincero, debo decir que entre la gente del mercado ya no tenían tanto prestigio.

Sí lo tenían entre los inversionistas institucionales, y creo que lo han perdido”, subraya. Los inversionistas institucionales son los fondos como Calpers y los demás fondos mutuos y de pensiones, que sólo pueden tomar un determinado nivel de riesgo y que seguían las recomendaciones de las agencias.

Una ‘triple A’ (AAA) era, hasta el año pasado, un sello de certeza. En los últimos años, por culpa de los cientos de AAA que Moody’s, S&P y Fitch repartieron a vehículos poco transparentes (que mezclaban hipotecas saludables con las infaustas hipotecas subprime de alto riesgo), esa calificación ya casi no quiere decir nada.


Para las agencias, perder la confianza de los fondos institucionales significaría perder su última gota de negocios. Tienen la suerte de que a nadie se le ha ocurrido hasta ahora un modelo mejor para remplazarlas. “De todas maneras, creo que las calificadoras han tenido por ahora un castigo bastante suave, en relación a la responsabilidad que les cabe”, añade Diego, de UBS.

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La maldición de las AAA


El endurecimiento de las leyes que las regulan es la próxima frontera. La Unión Europea aprobó una serie de reformas en abril y, desde julio, el Senado de EU trabaja en una ley mucho más restrictiva de lo que los analistas habían previsto. Los objetivos son evitar el shopping de calificaciones y diseñar una nueva manera de financiar el sistema.


El shopping ocurría cuando una empresa o un gobierno presentaba su proyecto de emisión de bonos a las tres agencias, simultáneamente, y les preguntaba qué calificación podrían recibir. Las agencias subían la nota de respetabilidad del bono, con el objetivo de hacer negocio. No sorprende entonces la inflación de calificaciones y la alegría con la que las agencias repartían AAA.


Ésa, según admiten los especialistas del sector, es otra gran falla del sistema. Hasta ahora, el trabajo de las calificadoras de riesgo lo pagaba el emisor del bono. Las agencias querían tener contentos a sus clientes.


En la última burbuja financiera, con la complejidad de los productos que se creaban y se vendían a toda velocidad, muchas veces sin que sus propios creadores los entendieran  por completo, las agencias adquirieron una nueva relevancia. Su sello de calidad en productos inentendibles se transformó en una de las pocas señales sobre calidad de un canal de inversión.

Por otro lado, las agencias comenzaron a asesorar a los hedge funds (los fondos privados y desregulados que más dinero ganaron en el boom de 2002-2007) y bancos de inversión que creaban algunas de estas ensaladas financieras y después las vendían con nombres herméticos de siglas de tres letras (SIV, CDO, CDS, ARM, ABS, CLO).


Las agencias contribuían a elegir los ingredientes de las ensaladas (hipotecas, bonos basura, bonos de multinacionales), cobraban honorarios por el trabajo y después las probaban: simulaban evaluar su sabor, su textura y su frescura, pero el veredicto solía ser el mismo: AAA. Las agencias se defienden diciendo que sus calificaciones son sólo una opinión y no una recomendación sobre dónde invertir. Es una defensa técnicamente correcta, pero que ha sido desmentida por la manera como funcionaron en el mercado.


Una estricta regulación

Para el gobierno de EU, incluyendo la Bolsa de Valores y la Comisión de Valores (SEC, por sus siglas en inglés), este doble trabajo como consultor y evaluador representa un conflicto de intereses que debería ser prohibido. Los planes de regulación incluyen mayor transparencia sobre el historial de calificaciones de las agencias, un intento por mantener a las agencias en su negocio tradicional (pero menos jugoso) y una mayor apertura en el mercado. Ni los europeos ni los estadounidenses han propuesto aún un sistema para decidir quién debería pagar por los servicios de las agencias.


Todos coinciden en que los clientes no deberían seguir haciéndolo, pero poner de acuerdo a los inversionistas es mucho más complicado. Cuando alguien sugirió que lo hicieran los gobiernos, un editorial de The Economist recordó que los gobiernos pueden sentirse tentados, en las recesiones, de inflar las calificaciones de deuda de sus empresas.


Las regulaciones, sin embargo, podrían ser el problema menos grave para las calificadoras. “Las agencias deberían ser abolidas”, dijo hace poco un financiero citado por el Telegraph, de Londres. “Son anacrónicas y causan más problemas de los que solucionan. Si no usamos calificadoras para la compra de acciones, ¿por qué sí lo hacemos con la compra de deuda?” La frase del ejecutivo refleja una sensación habitual en el mercado financiero, cuyos hedge funds ya dejaron de usar los ratings de las agencias como palabra santa.

Los participantes más modernizados del mercado creen que Moody’s, S&P y Fitch llevan años fallando en su pulso de lo que pasa afuera; que suben la nota a los favoritos de los inversionistas y se la bajan cuando los inversionistas se desenamoran de ellos. En 2001, la deuda de la empresa Enron tuvo calificaciones positivas hasta cuatro días antes de su bancarrota.

Por esta misma razón, dicen los economistas, el sistema de calificaciones tiene la desventaja de ser ‘procíclico’: infla las burbujas en los momentos de euforia, porque contagia su optimismo a inversionistas, que se endeudan y hacen subir los precios de los activos; y deprime más las cosas en las recesiones, porque las calificaciones pasan de AAA a BB o BBB y las empresas que necesitan dinero no pueden hacerlo.


Los inversores más sofisticados incluso desobedecen a propósito las calificaciones. “Muchas veces resulta un gran negocio actuar en contra de las sugerencias, porque las calificadoras son a menudo las últimas en darse cuenta de lo que está pasando”, dice Diego, de UBS. “Cuando las calificadoras empiezan a tener claro qué está pasando en un país, el mercado ya le había puesto precio a todo lo bueno y lo malo que estaba ocurriendo. Por eso, quien actúe en base a las calificadoras es el último en entrar”.


La resolución de la demanda de Calpers y los probables cambios que introducirá EU transformarán la industria de las calificadoras, que se había mantenido sin gran cambio desde que Henry Varnum Poor fundó Standard & Poor’s hace casi 150 años, poniéndole notas a los bonos de una burbuja legendaria: la de los trenes estadounidenses del siglo XIX. Ahora, sus ‘pecadillos’ en otra burbuja financiera –la de los productos basados en hipotecas subprime– podrían marcar el final de un siglo y medio de negocios constantes y predecibles.

Si no usamos calificadoras para la compra de acciones, ¿por qué sí lo hacemos con la compra de deuda?