Reforma Electoral: Otras batallas

mauricio_merinoQuizás sería más valioso pugnar porque el dinero destinado a las tareas de gobierno no se utilice de ninguna manera en asuntos electorales, como sucedió también durante 2006, que tratar de competir con recursos privados para ver quién resulta más influyente.
No hay ninguna duda de que la reforma electoral recién aprobada limita la libertad de expresión de los partidos políticos. Y tampoco la hay respecto de las dificultades que tendrá el IFE para establecer y sancionar esos límites, objetivamente. Pero no hay ninguna línea en la Constitución ni en la legislación secundaria que impida la libre expresión de cualquier ciudadano sobre asuntos electorales. Lo que se ha prohibido es comprar esas opiniones o los medios para divulgarlas, que es otra cosa.
Por otra parte, esa prohibición ya existía desde 1996. El párrafo 13 del artículo 48 del Cofipe aprobado en ese año decía: “En ningún caso se permitirá la contratación de propaganda en radio y televisión a favor o en contra de algún partido político o candidato por parte de terceros”. Pero entonces nadie se llamó a agravio ni interpuso ningún amparo, a pesar de que ese texto no estaba inscrito en la Constitución. Y con esa legislación se organizaron cuatro elecciones.
Sin embargo, en 1997, 2000 y 2003 no fue motivo de controversia y, por el contrario, hubo razones y argumentos de sobra para celebrar el avance de la transición mexicana a la democracia. En cambio, en el proceso electoral de 2006 esa norma fue violada y hasta el día de hoy seguimos pagando las consecuencias. Para tratar de contrarrestarlas en el futuro, ese mismo texto se elevó a rango constitucional. Pero no cambió su sentido ni su propósito.
¿Cuál es entonces la lógica de la batalla que se ha desatado por un grupo de empresarios, medios e intelectuales en contra de una norma que estuvo vigente por más de 10 años? ¿Acaso se trata de volver plenamente legales las intervenciones pagadas que ocurrieron en el proceso electoral de 2006? Durante las elecciones previas, todo el mundo echó mano de su libertad de expresión, a pesar de que nadie podía comprar propaganda, y no recuerdo que se haya levantado ninguna voz en contra de esa regla que ya existía. Y si ahora se aduce que vulnera la libertad de expresión, con mayor razón debió advertirse ese daño desde 1996, cuando la Constitución no había sido tocada.
Ahora bien, si de veras se trata de ensanchar el espacio público para que los ciudadanos tengamos más y mejores medios para expresar nuestras opiniones y atajar los excesos de los poderosos de todo cuño, estoy seguro de que hay batallas mucho más importantes que la defensa de la compra de propaganda política en medios. Tengo presente la idea de Luigi Ferrajoli, quien nos ha hecho ver que los derechos fundamentales han de estar preservados para los más débiles, pues de lo contrario perderían su razón de ser. Y en ese sentido, abundan los frentes que deben cubrirse para liberar al espacio público mexicano del secuestro en el que ha caído (incluyendo, por cierto, este debate sobre la buena influencia del dinero en las preferencias electorales).
La producción, el acceso y el uso de la información pública (que es cosa muy diferente de la influencia privada que se compra en los medios) es un tema que merecería mucha más atención. No sólo porque todavía estamos muy lejos de haber asumido que las oficinas públicas no le pertenecen en absoluto a quienes las llenan, sino porque no tenemos datos completos ni recursos suficientes para saber a ciencia cierta cómo se está gastando el dinero público del país, o cómo se está reclutando al personal que forma parte de los gobiernos, o qué resultados puntuales debemos esperar de cada uno de ellos. Atados a nuestras peores tradiciones políticas, es evidente que nos interesa mucho más el modo en que se distribuye el poder (y se defiende luego en los medios), que la forma en que se ejerce una vez convertido en administración pública.
Quizás sería más valioso pugnar porque el dinero destinado a las tareas de gobierno no se utilice de ninguna manera en asuntos electorales, como sucedió también durante 2006, que tratar de competir con recursos privados para ver quién resulta más influyente. O insistir en las ventajas de abrir toda la información financiera de los propios partidos políticos, para dotar de datos confiables al debate público sobre el modo en que utilizan el dinero que el país les entrega. Todo eso puede y debe ser discutido públicamente, sin ninguna limitación. Y para eso no hace falta comprar propaganda, sino contar con información fidedigna.
Aun sin mencionar la responsabilidad social de los medios privados, que sigue siendo uno de los temas de mayor relevancia para el ensanchamiento del espacio público mexicano, el debate público del país no se agota ni remotamente en el ofendido derecho de los particulares para comprar propaganda política. Estoy seguro de que la inteligencia mexicana alcanza de sobra para entender que su voz necesita escucharse en otros frentes, mucho más apremiantes.
Pelear por la influencia propia es legítimo, desde luego. Pero ya que discutimos la libertad de opinar, pienso que sería mucho más valioso que lo hiciéramos para abrir el espacio público en serio y no para ponerlo, una vez más, en venta. Creo que la mala experiencia de 2006 debería bastar, al menos en comparación con las que tuvimos en las tres elecciones que la antecedieron, para orientar las baterías de nuestros mejores debates públicos hacia otros destinos. Es obvio que cada quien elige sus batallas y también sus aliados. Pero la que se está librando en torno a la democracia (si de eso se trata) está muy lejos de haberse ganado.