Cultura Empresarial

El mundo mágico de la Traducción

 
En Francia no se leía a Rulfo porque estaba mal traducido, y no se podía traducirlo de nuevo porque no había interés por él. Casi medio siglo después salió a la luz la nueva versión en francés de Pedro Páramo que hizo Gabriel Iaculli, fue un éxito increíble y va ya en su segunda edición de bolsillo.
Las personas nacen y crecen en el ámbito de una comunidad lingüística. Es decir, que aprenden un idioma que las une culturalmente, frente a un mundo exterior que maneja otro lenguaje. Ser traductor o traductora significa ejercer el (noble) oficio de recrear textos para comunicar entre sí a seres humanos que se encuentran separados por barreras lingüísticas, en mayor o menor grado infranqueables para ellos.  Todo esto suena bastante lógico, y obvio, pero… no lo es tanto.
Al decir que es noble y sano traducir, estamos dando por sentado que es un quehacer posible. Pero no falta quienes pongan en duda esta posibilidad: “¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico?” pregunta el filósofo José Ortega y Gasset en su célebre ensayo Miseria y esplendor de la traducción. Imagina incluso “una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran cantidad de notas de pie de página”. Y llevando esta línea al extremo, a algunos les da por definir a la poesía como “aquello que se pierde en la traducción”.
También hay quienes piensan que la verdadera comunicación dentro de una misma lengua es imposible. Que la mirada, los ojos, dicen más que la poesía. Que casi todo lo que nos sucede es inexpresable y que “en el fondo, y precisamente en cuanto a lo esencial, estamos indeciblemente solos”, como escribiera Rainer Maria Rilke en Cartas a un joven poeta. Entonces, si la verdadera comunicación dentro de una misma lengua es imposible, ¿cómo no ha de serlo entre lenguas distintas?
Lo que tranquiliza es saber que los teóricos del solipsismo (los que niegan la posibilidad de toda verdadera comunicación mediante la palabra), escriben. Y no sólo escriben para los y las lectores de su misma lengua sino que autorizan y buscan las traducciones de sus escritos.  Así que la traducción, con todas sus limitaciones, es posible y deseable. Pero también hay que darse cuenta que es empresa arriesgada y difícil, que no pocas veces se malogra.
Las grandes obras del escritor mexicano Juan Rulfo permanecieron alejadas de los lectores de habla francesa desde que, hace casi cincuenta años, Pedro Páramo y El Llano en Llamas fueron objeto de una mala traducción. De manera que el prestigiado escritor se quedó sin presencia alguna en el mundo literario francés. Su obra no se vendía porque simple y llanamente no despertaba el menor interés. Por el contrario, el público alemán fue el primero fuera del mundo de habla hispana que pudo admirar a Rulfo, gracias a la traducción que de Pedro Páramo, El llano en llamas, y El gallo de oro hizo Mariana Frenk Westheim. Excelente traductora y escritora. Diría la propia Mariana, “nadie conoce una obra literaria tan bien como el o la que la traduce; nadie detecta tan bien las fallas y los errores, inexistentes en Rulfo, y nadie puede apreciar y disfrutar como el traductor las excelencias del texto”.
En el caso de Rulfo tenemos a un escritor para quien la materia prima es el lenguaje popular. Ha escuchado a los campesinos pobres e ignorantes de Jalisco pero no reproduce fielmente su lenguaje. Rulfo lo que hizo fue adentrarse en la vida de estos campesinos, en su psicología, su cultura; trató de comprender sus emociones, sus angustias, su soledad y su frustración vital. Asimiló este mundo y lo abstrajo para re-crearlo mediante su talento poético.
Cuando entra en acción Mariana Frenck, ¿cómo procede con estos libros? ¿con estos espejos de una realidad mexicana? ¿con el lenguaje de Rulfo?  ¿cómo transmitirlo a un público lector que tiene otra visión del mundo y de la vida? Buscando respuesta a estas preguntas es cuando se valora el grado de complejidad de la actividad traductoria.
El traductor o traductora, en su acción de verter el contenido de un libro a otro idioma,  vuelve a escribir la obra. La re-crea para lectores de otra cultura. Le da nueva forma al contenido original: es la forma de la obra en su nueva lengua. Pero el fondo, el contenido, debe ser el mismo. Y así como el autor original, al querer expresar una idea o comunicar un sentimiento, tiene que buscar la forma más adecuada, así también el traductor ha de buscar la forma más nítida para expresar los contenidos emotivos o conceptuales del original.
Pero además, el nuevo texto debe parecer que es el original. No denotar que se trata de una traducción. “La obra debe cambiar en cuerpo y alma de ciudadanía. No ha de quedar en ella el menor acento extranjero (…). La naturalidad perfecta es otro de los entrañables requisitos. La vestidura ha de ser traducida, pero equivalente a la primera en colores y matices. Igual la majestad de los pliegues, o, en su caso, el donaire del vuelo”, diría el escritor argentino Arturo Capdevila en su Consultorio gramatical de urgencia. En la medida que se aproxime a estas metas, la traducción tenderá la perfección.
Reconozco que no es costumbre hacer ver hasta qué punto el éxito de una obra depende del traductor o traductora. Observamos que al editor, por lo general,  no le parece importante la traducción (y mucho menos al crítico literario). Por eso su nombre suele mencionarse apenas en la solapa del libro, con letras pequeñas, y en ocasiones después del copyright, y de la razón social de la editorial que lo publica.  Lo deseable y justo sería desterrar esa pésima costumbre para, en su lugar, situar el nombre del traductor o traductora en la portada misma del libro.
El caso es que una obra no traducida, al estar destinada en exclusiva a una comunidad lingüística, sólo está publicada a medias. No existe para el resto del mundo. Por otro lado, si la traducción existe pero no es de calidad, se convierte en fracaso editorial y eclipsa al escritor o escritora… como ocurrió a Rulfo, quien bastante se quejó en su momento (y en vano) ante la editorial francesa Gallimard.
En Francia no se leía a Rulfo porque estaba mal traducido, y no se podía traducirlo de nuevo porque no había interés por él. Por fortuna, en noviembre de 2005, casi medio siglo después de la malograda traducción, salió a la luz la nueva versión en francés de Pedro Páramo que hizo Gabriel Iaculli. Y, a cargo del mismo Iaculli (comprometido estudioso de Rulfo), se publicó hace cuatro años la nueva traducción de El llano en llamas, que fue un éxito increíble y va ya en su segunda edición de bolsillo. El resultado es que el autor jaliscience rápidamente se instaló en su lugar entre los clásicos del siglo XX también en Francia.

Revista Gente Q.Roo

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