La rendición de cuentas se ha confundido con la entrega de informes, con el acceso a la información, con la evaluación, con la fiscalización o con la persecución de corruptos, según la oportunidad política. Pero nada de esto funciona, porque la rendición de cuentas es un proceso formado por varios eslabones que deben operar como un sistema completo, articulado y coherente.
Enuncio siete eslabones mínimos. El primero es la producción y la salvaguarda de información. Su expresión práctica son los archivos: ese “patito feo” que está destinado a convertirse en un cisne, tan pronto como aprendamos a mirarlo con atención. Sin un sistema nacional de archivos, respaldado por los medios electrónicos ya disponibles, no habrá rendición de cuentas que se sostenga.
El segundo es la garantía de acceso a la información producida. En este segundo plano México ha avanzado muchísimo, pero todavía está lejos de haber logrado un derecho homogéneo para todo el país: esa legislación sigue pendiente y está amenazada por los nuevos desacuerdos planteados en la Cámara de Diputados, aún a despecho del proyecto enviado por el Senado y de los compromisos de México con la alianza por el gobierno abierto.
El tercer eslabón atañe a la asignación de los presupuestos, que no puede seguir siendo inercial ni establecer resultados con posterioridad a la obtención del dinero. El presupuesto por resultados hoy está de cabeza: primero se entrega el dinero y después se inventan los objetivos.
Esto debe cambiar radicalmente a partir del establecimiento de paquetes evaluativos presupuestarios que no sólo condicionen la aprobación de los presupuestos, sino que permitan seguir paso a paso su cumplimiento.
La rendición de cuentas tampoco puede omitir un compromiso puntual para revisar y modificar los sistemas de adquisiciones y obras del sector público, que hoy constituyen un hoyo negro en el ejercicio presupuestario.
Los gastos del sector público tienen que ser transparentes, verificables y comparables en tiempo real. No existe ninguna razón técnica ni jurídica para no exigir la apertura total de esas decisiones. El quinto punto se refiere a la contabilidad gubernamental.
Ya estamos cerca de ver el nuevo plazo establecido en la ley para armonizar los registros contables, pero todavía no es evidente que todos los estados y todos los municipios cumplirán ese compromiso.
El sexto es el propósito ineludible de poner orden en el confuso sistema de monitoreo y evaluación que hoy tenemos en México. Hemos aprendido a evaluar casi todo, pero con métodos diferentes y sin consecuencias concretas.
La evaluación cobraría sentido si y sólo si repercutiera en la corrección oportuna y visible de los errores, las desviaciones y las negligencias de la administración pública. De nada nos sirve saber que solamente el 30% del gasto público se ejerce correctamente, mientras el 70% restante siga gastándose mal.
Se evalúa y se controla para corregir, no para reclamar cuando ya es tarde o para perseguir corruptos cuando ya se perdió el dinero. El séptimo eslabón es la fiscalización puntillosa y completa de los dineros.
Es preciso establecer un Sistema Nacional de Fiscalización como el que ha propuesto la Auditoría Superior de la Federación, que integre a los tres ámbitos de gobierno y a todos los entes que ejercen el gasto público. La fiscalización debe cerrar un ciclo virtuoso de rendición de cuentas, y no abrirlo sin consecuencias prácticas para el gasto público.
Los senadores dicen querer dictaminar y concluir las iniciativas que distintos partidos han presentado para combatir a la corrupción y todo indica que lo harán creando otro órgano —o varios—. No han comprendido lo fundamental: que la corrupción no es consecuencia de la falta de oficinas para evitarla, sino una secuela de la ausencia de una política completa, articulada y coherente de rendición de cuentas.