Entre las numerosas víctimas de la guerra entre la delincuencia organizada y el gobierno federal, debe contarse a los ayuntamientos del país. Como nunca antes (y este nunca incluye toda nuestra historia), los gobiernos de los municipios aparecen hoy como una de las causas principales de los problemas que enfrentamos.
El discurso dominante dice que, en buena medida, ha sido culpa de los ayuntamientos que las policías se hayan dejado corromper, y que hayan sido capturadas por los intereses de los grupos criminales. El diagnóstico del gobierno federal coloca a las fuerzas de seguridad pública municipal como cómplices o aliadas potenciales de los delincuentes, y subraya la necesidad de centralizar las decisiones.
Ese diagnóstico se robustece cada día, por la violencia desatada en contra de los alcaldes y de los responsables de la seguridad pública municipal, que parecen inermes ante la contundencia del poder que los derrota.
Pero como un mal signo de los tiempos que vivimos, tras las amenazas, los atentados y los asesinatos que se cometen en contra de esos funcionarios, la conclusión inevitable es que todos ellos estaban coludidos con los delincuentes. Para los servidores públicos municipales, morir a manos de los narcos es una doble muerte: la de la vida y la de la honra, pues se asume que nadie que haya sido honesto merecería ese veredicto.
La centralización que sigue a ese diagnóstico está en curso. Ya está sucediendo en la práctica, y pronto vendrán las reformas constitucionales destinadas a quitarles a los municipios todas las facultades que aún conservan en materia de seguridad.
Y tras ellas, es probable que los débiles avances que el país había logrado para fortalecer las instituciones que gobiernan en los municipios sufran regresiones similares, animadas por el argumento de la falta de capacidad, la carencia de recursos y la vulnerabilidad locales. Todas esas causas producidas, paradójicamente, por el centralismo político de México.
No hay muchos alegatos que enderezar en contra de esa lógica implacable, que ha revelado de un solo trazo las debilidades de los municipios. Empero, sería imposible imaginar siquiera la gobernabilidad de México sin ellos.
Ni siquiera en la más extrema polarización de la contienda que libraron centralistas y federalistas durante el siglo XIX se puso en duda su importancia, como la base indispensable para el gobierno interior de los pueblos (como se decía entonces). Lo que se discutía era la vigencia de las entidades. Pero ni a Santa Anna ni a Lucas Alamán (por citar a los más conspicuos) se les ocurrió jamás que México podría gobernarse sin los municipios.
En cambio, esa idea está ganando partidarios en nuestros (enloquecidos) días. De modo que en lugar de fortalecer los lazos entre la sociedad civil y los gobiernos locales; de recordar que la función más importante de esas autoridades es mejorar la calidad de vida de pueblos y ciudades; de reconocer que los fracasos que se les achacan son el resultado de un pésimo diseño institucional; y de afirmar la capacidad de organización y de respuesta de la gente en los espacios públicos donde la vida ocurre, se habla cada vez más de volver a la centralización.
No pongo en duda que la urgencia de atender la crisis de seguridad está exigiendo la concentración (temporal) de la fuerza policiaca del Estado. Pero los municipios son mucho más que policías mal pagados y corruptos. Son una forma de organización política y social que no tiene sustituto y que hoy está perdida y derrotada, para nuestra desgracia, por razones burocráticas. Precisamente ahora, cuando más indispensables son para reconstruir nuestros tejidos desgarrados.