LIBERTAD DE EXPRESARNOS. Una característica que parece estar presente en cualquier sistema autoritario es el control sobre lo que pueden y no pueden decir los ciudadanos. Por eso es que el grado de libertad de expresión que se disfruta en un país suele ser un indicador bastante fiable del avance democrático que se ha alcanzado.
En México lo sabemos bien, pues el pluralismo democrático que estamos viviendo ha repercutido de forma muy intensa en la ampliación de los márgenes para ejercer la libertad de expresión. La libertad para decir y escribir lo que queramos, además de un indicador democrático, es también y sobre todo un derecho fundamental, es decir, un derecho que nos garantizan la Constitución y los Tratados Internacionales.
Los encargados de proteger este derecho cuando ha sido violado son los jueces, concretamente los jueces federales en el caso de México. Pero sucede, en ocasiones, que los encargados de proteger los derechos fundamentales –la libertad de expresión u otros- no saben cómo hacerlo o no tienen una idea correcta del lugar que tales derechos ocupan en la construcción de un Estado democrático.
Esto es lo que sucedió en el caso del amparo promovido por el poeta Sergio H. Witz, que fue resuelto hace tiempo por la Primera Sala de la Suprema Corte, por una votación dividida de 3 votos contra 2.
En la sentencia del que ya es conocido como “Caso Bandera”[1], la Suprema Corte considera que no hay objeción constitucional al hecho de que a una persona se le siga en México y en pleno siglo XXI un proceso penal por la grave falta de haber escrito un poema.
Lo grave del asunto consiste, según los Ministros de la mayoría, en que el poema contiene ciertas alusiones “escatológicas” y quizá un poco groseras en contra de la bandera mexicana. Y eso les pareció suficiente como para que se le abriera un proceso penal por el delito de “ultrajes a los símbolos patrios”, lo que puede llevar al escritor a una pena de prisión de hasta cuatro años.
Al contrario de lo que sostuvo en ese caso la Suprema Corte, en el derecho comparado encontramos decisiones que han permitido la existencia de fuertes críticas en contra de símbolos u objetos a los que las sociedades de referencia les conceden una gran importancia.
Es el caso de los Estados Unidos, cuya Suprema Corte entendió que no se podía procesar a nadie por quemar una bandera norteamericana en público (en el caso Texas versus Johnson de 1989).
Unos años antes, la misma Suprema Corte estadounidense había fijado el estándar clásico en materia de libertad de expresión, en el caso New York Times versus Sullivan, en cuya sentencia el juez Brennan escribió que todo sistema democrático requiere de un debate público abierto, robusto y desinhibido, lo que incluía la posibilidad de criticar duramente a los funcionarios públicos.
El mismo criterio de apertura fue sostenido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Última Tentación de Cristo”, en el que el Estado chileno fue condenado por violar la libertad de expresión al ejercer un sistema de censura previa contra la célebre película de Martin Scorcese.
En esta sentencia, la Corte Interamericana sostuvo que “La libertad de expresión, como piedra angular de una sociedad democrática, es una condición esencial para que ésta esté suficientemente informada”.
Esperemos que nuestra Suprema Corte sepa rectificar su criterio y adopte los criterios internacionalmente aceptados en la materia, de manera que todos sepamos que en México se pueden escribir poemas, representar obras de teatro o pintar cuadros sobre el tema que sea, sin que por ello el autor esté amenazado con sanciones que lo pueden llevar a la cárcel.
Hay que recordar que precisamente los tribunales constitucionales sirven para proteger a los disidentes individuales o no sirven para nada. Son esos disidentes incómodos, groseros, nada elegantes, provocativos, odiosos incluso (como para algunos debe ser Sergio H. Witz), los que deben estar protegidos por la libertad de expresión.
Esto, y no otra cosa, es lo que da cuerpo y sentido real –más allá de los análisis académicos- al conocido axioma de que los derechos fundamentales son derechos “contramayoritarios”, razón por la cual no pueden quedar justamente librados a las decisiones de los poderes de la mayoría, sino que quedan bajo el resguardo último o límite de los tribunales constitucionales.
Además, la visión alternativa del mundo y de la vida que nos ofrece el pensamiento heterodoxo no solamente está protegida constitucionalmente, sino que es del todo necesaria desde un punto de vista político[2]. El pluralismo social, expresado en forma de poema de cualquier otra manifestación artística, es propio y característico de los sistemas democráticos y por tanto debe estar protegido por completo.
Mientras el deseable cambio de criterio de nuestros Ministros acontece conviene ir pensando en la contrapartida necesaria de la libertad de expresión: el derecho a la intimidad. Es decir, si aceptamos que se pueda hablar y escribir sobre todos los temas, debemos ser capaces también de reconocer que hay ámbitos de la vida de cada persona que deben permanecer alejados de la mirada pública. Eso es lo que protege el derecho a la intimidad, el derecho –como dijeron Warren y Brandeis a principios del siglo XX- a ser dejados solos (the right to be let alone).
La libertad de expresión abarca solamente los temas y asuntos que son de interés público, lo que implica que no es posible divulgar aspectos de la vida privada de los simples ciudadanos.
Tanto la libertad de expresión como el derecho a la intimidad suponen dos pilares de cualquier régimen constitucional y permiten además reconocernos como ciudadanos; ciudadanos que están dotados de voz, pero que también deben sentirse protegidos cuando se resguardan en el terreno de su privacidad, el cual no puede ser invadido nunca sin su consentimiento. Ojalá que pronto lo entiendan así nuestros jueces.